"Roma No Llorará por Ellos"
El cielo era de un rojo imposible.
La noche aún no había caído del todo, pero el humo de los incendios la teñía como una herida abierta. Desde la colina, Eve se sentó sobre una roca antigua, las piernas cruzadas, el mentón apoyado en una mano. El viento le agitaba suavemente el cabello rosa, mientras los gritos del pueblo alcanzaban sus oídos como canciones ya escuchadas.
Abajo, la aldea ardía.
El estandarte de Roma ondeaba sobre las lanzas ensangrentadas. Los soldados entraban casa por casa. No había honor en sus movimientos, ni gloria en sus ojos. Solo órdenes. Solo cumplimiento.
El primero fue un niño. Corrió con un bastón de madera en mano, creyendo que era una espada. Gritó algo en latín —quizá una advertencia, quizás un nombre— y fue callado de un tajo.
Eve no parpadeó.
Una mujer, embarazada, trató de escapar por el río. Se aferró al cuello de su hija mientras los soldados la arrastraban de los cabellos, como si su miedo les perteneciera. Ambas fueron silenciadas. El cuerpo más pequeño quedó flotando un momento antes de hundirse.
Eve ladeó la cabeza, como si contemplara la técnica de un pintor en una obra trágica.
—Tanta belleza para tan poco tiempo —murmuró.
Las antorchas se alzaron. Los tejados colapsaron. El templo, lo último en caer, fue violado por el fuego como una promesa rota. Las estatuas de los dioses caían hechas trizas, ciegas, impotentes ante los gritos de los mortales.
Y sin embargo…
Ella no descendió.
No gritó.
No alzó una mano.
Porque ese no era su papel.
Cuando un viejo se arrodilló frente a la pira de lo que fue su casa, Eve se acercó, invisible, silenciosa. Se colocó tras él. No lo tocó. Solo lo miró mientras murmuraba plegarias que nadie respondería.
—¿Te preguntarás por qué nadie vino? —susurró con suavidad, como si respondiera una pregunta antes de ser hecha—. Yo sí vine. Pero no soy quien salva.
El anciano cayó hacia adelante. Su alma escapó entre sus labios como un suspiro quebrado, y Eve lo tomó, ligera, sin ritual, sin corona. Solo una caricia silenciosa para llevarlo consigo. Uno menos. Uno más.
El pueblo entero ardió hasta que solo quedaron cenizas.
Eve permaneció sentada hasta que la última voz se extinguió. Luego, con un suspiro contenido, se puso de pie y caminó entre las ruinas. No le dolía. No le placía.
Solo cumplía.
La historia jamás recordaría ese lugar. Roma no lloraría por ellos.
Pero ella los vio. A todos.
Y esa fue su única misericordia.