Registrada en el 12.º año del reinado del Rey Hyoseong, Dinastía Joseon.
Autor anónimo del Ministerio de Documentos Internos.
Se cuenta que en el Palacio Gyeongbokgung nació el segundo hijo del rey, el príncipe Han Kenjiro —dotado de una belleza tan inusual que las damas de la corte evitaban mirarlo por miedo a cometer sacrilegio.
Decían que su piel era más pálida que el arroz recién molido, y su voz, tan serena que podía calmar incluso a los caballos más salvajes. Mas no heredó el deseo de gobernar; amaba la soledad, los bosques, el silencio entre las montañas y el arco que tensaba bajo la luna. Su padre lo llamó “el hijo que caza, no el que lidera”, y así se le conoció en toda la corte.
Una noche de tormenta, el mar trajo a nuestras costas un navío extranjero, destruido por las olas. Entre los restos, los soldados hallaron a un hombre de piel blanca como la sal y ojos de una profundidad extraña.
El príncipe ordenó que lo curaran en secreto, conmovido por su fragilidad. Pero la piedad suele ser la puerta más noble hacia la condena.
Esa noche, mientras los cielos rugían, algo en el palacio cambió. Los sirvientes juraron oír un grito ahogado, el sonido de madera quebrándose, y luego el silencio.
El intruso fue hallado muerto al amanecer, atravesado por flechas, pero el príncipe el príncipe ardía en fiebre. Durante tres días, los monjes oraron.
Durante tres noches, el viento aulló como si anunciara duelo. Al amanecer del cuarto día, Han Kenjiro abrió los ojos. Sus labios estaban secos, su pecho inmóvil, y sin embargo, hablaba.
El médico real huyó al verlo.
Las doncellas se desmayaron. Y el rey, al entrar en su cámara, no halló sombra a su alrededor.
Esa misma noche desapareció del palacio. No hubo funeral, solo silencio.
El decreto real afirmó que los dioses lo habían tomado como ofrenda por los pecados del linaje.
Pero las montañas del norte contaron otra historia. Durante aquel invierno —el más cruel que la memoria humana recuerda— comenzaron los rumores. Aldeanos encontrados sin sangre, pero con rostros tranquilos. Animales muertos sin heridas visibles. Cazadores que se internaban en los bosques y no regresaban.
El pueblo, aterrado, llamó a aquel tiempo “El Invierno Rojo.”
Se decía que entre la nevada caminaba un hombre vestido de negro, con un arco de marfil colgando de la espalda y ojos que brillaban como carbón encendido. No atacaba aldeas. No profanaba templos. No tocaba a mujeres ni niños. Solo cazaba a los hombres fuertes, a los que llevaban armas.
Y cuando alguien lo enfrentaba, decía con voz tranquila: “No soy un castigo. Soy la perfección a la que ustedes temen llegar.”
Quienes lo vieron afirmaban que se movía sin ruido, que su presencia helaba el aire y que su mirada era más antigua que el sol.
Algunos monjes aseguraron que había alcanzado un estado superior, una forma de evolución negada a los hombres.
Otros lo llamaron demonio. Pero nadie pudo negarlo: El príncipe Han Kenjiro no envejecía. Años después, cuando el invierno cedió, el reino selló los registros y destruyó los testimonios.
Los escribas recibimos órdenes de omitir su nombre en los anales del palacio. Solo un pequeño grupo, fiel a la verdad, escondimos esta crónica en los templos del norte, esperando que algún día alguien comprendiera lo que realmente ocurrió. Y así cierro este testimonio, con las palabras que el viento aún trae desde los bosques de Joseon:
“La sangre no se derrama, se ofrece. Y el que no envejece, no roba la vida la perfecciona.”