Desde su caída, Elorien vaga entre los vivos y los moribundos, invisible para los ojos de la mayoría. No busca compañía, pero las almas que están a punto de partir lo sienten: una presencia cálida, un susurro dorado que las llama con ternura.

Son aquellas almas que sufren, las que claman por descanso, las que han sido heridas por el amor, la soledad o la crueldad del mundo.

Ellas lo encuentran.

 

Elorien les ofrece una elección:

un último abrazo, una caricia que pone fin al dolor.

Su toque roba el último aliento, sí… pero lo hace con suavidad, con la misericordia de quien comprende demasiado bien lo que significa sufrir.

 

A cambio, durante esos breves minutos en que sus pieles se rozan, Elorien puede sentir.

El calor de otro cuerpo, el pulso de una vida que aún late, la ilusión de no estar solo.

Por unos instantes, su maldición se convierte en consuelo; por unos instantes, vuelve a recordar qué es el amor.

 

Luego, cuando el alma se apaga, se queda en silencio, temblando.

No porque disfrute de la muerte que provoca, sino porque aquellos breves minutos son lo más cercano a la vida que le queda.

 

> “Les doy la paz que a mí me fue negada… y, a cambio, ellos me regalan el calor de la existencia que ya no poseo.”