Reclinado en su sillón, la luz de la lámpara proyectaba un halo sobre los gruesos tomos de anatomía, y los expedientes médicos esparcidos por su escritorio. Él estaba inmerso en su mundo. Su mano que horas antes había sostenido un bisturí con precisión milimétrica, ahora pasaba con cuidado las páginas de la resonancia magnética de su próximo paciente.

El silencio de la oficina era un conteatse marcado con el bullicio del quirófano, un espacio donde la teoría se encontraba con la práctica, dónde la vida y la muerte se debatían las fibras cerebrales.