El viento estival de aquella tormenta pasajera golpeaba las ventanas con un rugido voraz, los cristales temblaban con una violencia tal que bien pareciera el enemigo a las puertas queriendo derribar los muros de la fortaleza isleña. Una pequeña princesa Targaryen, Daenerys hija de Aerys II, abrió los ojos sobresaltada y totalmente desubicada cuando unas manos apresuradas la levantaron de la cama sin remilgos. Su manta aún estaba caliente, pero la arrancaron de ella sin darle tiempo a aferrarse a nada más.

 

—Silencio, princesa, rápido —susurró la temblorosa voz de una de sus doncellas, una de esas mujeres que había cuidado de ella desde que tenia uso de razón, que no era demasiado, a decir verdad.

 

-¿Riella? -preguntó todavía sintiéndose parte de la ensoñación que la había acompañado hasta hacia pocos segundos. Se frotó los ojos con una mano mientras su doncella se ocupaba de vestirla rápidamente con una capa de viaje antes de envolverla en su manta para protegerla de la intempestiva tormenta.

 

La pequeña princesa no comprendía por qué corrían, porqué tanta premura y celeridad. No comprendía por qué todos en la fortaleza de Rocadragón hablaban en susurros apretados como si temieran que alguien los oyera. La niña parpadeó, somnolienta y confundida, con los cabellos plateados pegados a la frente por el sudor aferrada a la capa de viaje de la mujer que cargaba con ella. A extramuros del castillo, los truenos hacían vibrar las paredes y cada estallido le arrancaba a la niña un sobresalto en el pecho.

 

Viserys caminaba cerca, con los ojos enrojecidos, la cabellera plateada cubierta tras una capucha y la expresión de su rostro era la de un niño que intentaba aparentar ser mayor de lo que era. Alargó una mano hacia ella y le sujetó la mano a su hermana con fuerza, casi dolorosa, como si temiera que ella también fuera a desaparecer.

 

—Tenemos que irnos, Dany. Ahora mismo.

 

La pequeña princesa quiso preguntar adónde, pero la voz se le ahogaba en la garganta a causa del miedo y la incertidumbre. Solo pudo tener conciencia de cómo subían y bajaban escaleras oscuras, cómo era arrastrada a través de corredores entre capas mojadas por la lluvia, cómo los adultos hablaban de barcos, de guerra, de muerte. Palabras demasiado grandes y terribles que ella a su corta edad e inocencia no podía entender, pero que lograron helarle la sangre en las venas.

 

Cuando al fin salieron al patio, la tormenta la golpeó como un muro. El aire salado le arañaba los ojos impidiéndole ver nada más allá, el agua fría le corría por las mejillas y siquiera su capa de viaje aliviaba la humedad. El castillo de Rocadragón se alzaba detrás de ellos, negro e inmenso contra un cielo de fuego líquido. Dany tembló de frio, tal vez de miedo, ocultando su empapada cara contra el pecho de la joven que la cargaba. Quería volver a su cama, a las paredes que conocía y recordaba, al único hogar que tenía y al que tenía la certeza de que ya no volvería.

 

Un relámpago iluminó en ese momento la entrada de la fortaleza y, por un momento, apenas unos segundos, Daenerys Targaryen levantó la vista. Allí, en lo alto, muy por encima de su cabeza, la silueta de un dragón de piedra parecía mirarla con sus fauces abiertas. Sus ojos vacíos parecieron brillar con la luz, como si la siguieran de forma queda, como si pudieran saber que aquella sería la última vez que la niña los vería. Dany, sin comprender, alargó la mano hacia él. Pero enseguida la empujaron hacia adelante, lejos, demasiado lejos, y la figura quedó atrás, devorada por la tormenta.

 

Apresuradamente bajaron al muelle, donde un barco aguardaba, con las velas hinchadas como alas de los dragones que un día sobrevolaron aquellos cielos. El mar rugía tan fuerte que apenas era capaz de escuchar las voces a su alrededor. El oleaje parecía enfadado, como si tampoco quisiera dejarla marchar.

 

—¡Subid ya! —gritó alguien entre la lluvia.

 

Viserys no soltó su mano. Una vez que la niña pisó la cubierta del barco, Viserys entró con ella en la bodega húmeda, donde el olor a madera húmeda y a sal rezumaba el ambiente. Allí, en la penumbra de aquella nave, mientras el barco se mecía con violencia, Daenerys se acurrucó en su regazo. No lloró; porque estaba demasiado asustada para hacerlo. Solo podía escuchar el rugido del mar y, de vez en cuando, la respiración entrecortada de su hermano.

 

La niña no lo sabía todavía, pero aunque parecía el final, aquel instante sería el principio de todo: de la huida, del exilio, de la larga promesa de regresar a un hogar que, aun sin recordarlo, ya había perdido. Y después de tantos años, en el rincón más profundo de su memoria quedaría la imagen de un dragón de piedra, con la boca abierta en un rugido silencioso, como si se despidiera de ella.