La lluvia golpeaba los cristales con insistencia, como si también quisiera entrar al apartamento 7B. Valentina se encontraba sentada en el alféizar de la ventana, envuelta en una manta de lana gris, con una taza de café frío entre las manos. Sus ojos color miel miraban la ciudad como si buscara respuestas en medio del caos urbano. Pero no buscaba respuestas. Solo intentaba olvidar.

Él no había llamado en tres días. Y para ella, eso era un castigo peor que cualquier grito.

—¿Dónde estás, Elías? —susurró, más para sí que para el universo que la ignoraba.

Valentina era una joven de 26 años, fotógrafa freelance, apasionada por la luz, las sombras y los silencios. Había conocido a Elías Castañeda en una exposición en el centro cultural de Palermo. Desde el primer cruce de miradas, ella supo que estaba perdida. Elías tenía el tipo de presencia que llenaba una habitación con tan solo respirar. Alto, atractivo, con unos ojos grises tan turbios como magnéticos, parecía salido de un thriller psicológico. Y quizá lo era.

Lo que comenzó como una pasión devastadora se había transformado en una rutina de llamadas a medianoche, visitas repentinas, escenas de celos por sonrisas ajenas y regalos que aparecían —o desaparecían— como advertencias.

—No necesito que me quieras —le había dicho una vez él, con la voz calmada pero sus dedos apretando su muñeca—. Solo necesito que no mires a nadie más.

Afuera, la lluvia cesó. Pero dentro de ella, la tormenta no tenía fin.


Un timbre rompió el silencio.

Valentina se levantó, su corazón latiendo como si lo acusaran de algo. Nadie llamaba a esa hora. Al mirar por la mirilla, se encontró con un rostro familiar: Carolina, su mejor amiga desde la universidad. La única que aún insistía en advertirle que Elías no era lo que decía ser.

—¿Carolina? ¿Qué haces aquí?

—Vine a buscarte. No contás los mensajes, ni los audios, ni los mails. Estás desaparecida. Me asustaste.

—Estoy bien —mintió, apartándose para dejarla entrar.

Carolina olfateó el aire cargado de encierro y melancolía.

—Huele a soledad y a café viejo. ¿Hace cuánto no sales?

Valentina no respondió. Se dejó caer en el sofá y abrazó sus piernas, como si su cuerpo necesitara protegerse de sí misma.

—Él te está aislando. Te controla sin estar. Eso también es violencia, Vale.

Pero Valentina negó con la cabeza.

—Él solo me ama demasiado. No lo entiendes.

—Amar no es controlar. Amar no es que tengas miedo de salir a la calle por si lo ves. No es revisar tu celular o aparecer sin avisar.

—No entiendes cómo es Elías. Es intenso… pero también es dulce. Tiene cosas… que nadie más tiene.

Carolina la miró con compasión y furia mezcladas.

—¿Sabes que hablé con una tal Julieta?

Valentina levantó la vista.

—¿Quién?

—Una ex de Elías. La contacté. Me contó cosas que… No puedo repetir sin que te descompongas. Pero no fue solo contigo. Él tiene un patrón. Y si no haces algo ahora, terminarás como ella: en una clínica, con ansiedad crónica, sin identidad propia.

Un silencio sordo cayó sobre el apartamento. La lluvia volvió a caer, pero ahora con furia.

Valentina apretó la manta contra su pecho. Su mente viajaba por cada momento vivido con Elías: el primer beso en la terraza, los celos cuando un cliente la abrazó al despedirse, los gritos al encontrar un mensaje de su primo sin leer. ¿Era amor? ¿Era obsesión?

—No sé si puedo salir —dijo, con la voz rota.

Carolina se acercó y le tomó la mano.

—Entonces no salgas sola.


En una esquina de la ciudad, un hombre observaba la ventana del apartamento 7B desde un coche negro. Su rostro apenas visible tras el parabrisas empañado.

Encendió un cigarro.
Marcó un número.
Esperó.

—Contesta, amor. Ya sé que estás con ella.

Una risa apenas contenida.

—No importa. Tengo tiempo. Y tú eres mía, aunque aún no lo sepas del todo.

Cortó la llamada.

Encendió el motor.

Y la noche, como él, seguía esperando su momento para atacar.