El aire olía a humedad y a algo que el Pequeño Vagabundo no podía identificar, como si alguien hubiera dejado un montón de trapos mojados al lado de una fogata apagada. El cielo, si es que se podía llamar cielo, era una bóveda de nubes grises que parecían retorcerse como si estuvieran vivas. Estaba en un lugar que alguna vez pudo haber sido un pueblo, pero ahora era un laberinto de edificios torcidos, con ventanas que parecían ojos y puertas que crujían solas. Su mochila verde, llena de parches, rebotaba contra su espalda mientras caminaba por un sendero cubierto de cenizas, con la brújula rota tintineando en su pecho. No sabía por qué, pero los monstruos de este lugar no lo miraban con hambre, ni con odio. Lo miraban como si fuera... normal. Como si un niño perdido con zapatillas rotas fuera solo otro mueble en este mundo de pesadillas.
Horas antes, el Pequeño Vagabundo había encontrado una panadería, si es que se podía llamar así a esa choza inclinada con un horno que parecía respirar. Dentro, un panadero monstruoso, con brazos largos como ramas secas y ojos que colgaban como uvas podridas, amasaba algo que no era exactamente masa. El Pequeño Vagabundo, con su estómago gruñendo más fuerte que un trueno, se acercó con su mejor sonrisa. “Oiga, señor, ese pan huele tan bien que hasta los sombras de ahí afuera quieren un pedazo,” dijo, señalando a unas figuras informes que se arrastraban por las calles. El panadero lo miró, su cara torcida en una mueca que podría ser una sonrisa o un gruñido, y le lanzó un trozo de algo que parecía pan, pero estaba duro como una piedra y tenía un brillo raro. “Toma, pequeño. No hagas ruido,” dijo con una voz que sonaba como si viniera de un pozo. El Pequeño Vagabundo lo agarró, gritando un “¡Gracias, jefe!” mientras salía corriendo, sintiéndose como un ladrón legendario, aunque estaba bastante seguro de que el panadero quería que se lo llevara.
Con el “pan” en la mano, había caminado por lo que alguna vez pudo haber sido un parque, ahora un terreno lleno de hierbas negras que se movían solas y estatuas rotas con caras que parecían gritar. Criaturas grotescas deambulaban por ahí: una cosa con patas de araña y un sombrero raído, un bulto de carne que arrastraba un carrito de helados oxidados. Ninguna lo atacó. La cosa con patas de araña incluso le hizo un gesto con la cabeza, como saludando a un vecino. El Pequeño Vagabundo, mordiendo el pan (que sabía a cartón mojado), se rió cuando una de las hierbas intentó robarle una miga. “¡Oye, eso es mío!” le gritó, y la hierba se encogió, como si se hubiera ofendido. Un perro, o algo que parecía un perro pero con demasiados ojos, lo siguió un rato, olfateando el pan antes de aburrirse y perseguir una sombra que chillaba.
Ahora, sentado en una banca que parecía hecha de huesos torcidos, el Pequeño Vagabundo sacó su cuaderno de garabatos, con las páginas arrugadas y llenas de manchas que podrían ser tinta o algo peor. La banca estaba al lado de un farol que parpadeaba con una luz verdosa, y a lo lejos, un coro de gemidos resonaba como si el pueblo estuviera cantando su propia tristeza. Una criatura con dedos como tijeras pasó caminando, cortando el aire con un ritmo extraño, pero ni siquiera lo miró. Él, como siempre, sonrió, sacó su lápiz mordido y empezó a escribir, ignorando el frío que le subía por las piernas.
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Entrada del cuaderno:
*Hoy fue un día raro, pero épico, como siempre. Logré un robo maestro: ¡un pan! Bueno, no sé si fue un robo, porque el panadero ese con ojos de uva me lo dio, pero yo digo que cuenta. El pan sabía a cartón con un toque de tristeza, pero mi estómago no se quejó. Ese panadero era raro, como si estuviera hecho de ramas y pesadillas, pero no me hizo nada. Nadie aquí me hace nada. Es como si yo fuera invisible, pero no del todo, porque a veces me saludan. Qué locura.
Luego caminé por un parque que no sé si era un parque o un cementerio para estatuas rotas. Había un bicho con patas de araña que me miró como si me conociera, y unas hierbas que intentaron robarme el pan. ¡Ja! Les dije que no y se fueron todas ofendidas. También vi un perro con ojos de más, pero no quiso mi pan. Creo que aquí todo está vivo, pero no sé si está vivo-vivo o vivo-raro.
La brújula sigue rota, como siempre. A veces pienso que este lugar la rompió más, pero no sé. Sigo caminando porque siento que voy a encontrar algo. Algo grande. O tal vez solo otro pan. Si no sale bien, al menos será una buena historia. Nota: no confiar en las hierbas. Son peores que las palomas.*
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El Pequeño Vagabundo cerró el cuaderno, mirando el farol que parpadeaba como si tuviera hipo. “¡Si no sale bien, al menos será una buena historia!” dijo en voz alta, y una criatura con cara de saco que pasaba por ahí giró la cabeza, como si estuviera de acuerdo. Se colgó la mochila al hombro, dio un mordisco final al pan (que crujió como si protestara), y se levantó de la banca, listo para seguir explorando este mundo donde los monstruos lo trataban como a uno más, aunque él sabía que no pertenecía.