He atravesado los corredores del Tártaro, he sentido el fuego en la lengua del Asfódelos y he visto el eco del olvido en los salones de Estigia. Conozco cada grieta de este inframundo como si fueran las arrugas de mi propia alma, y en cada esquina donde la muerte respira en silencio, he dejado algo de mí. Las armas que me han acompañado —Varatha, Coronacht, Aegis, Exagryph y tantas otras— ya no me dominan. Ahora me obedecen. Las manejo como extensiones de mi voluntad, como si cada una conociera mi pulso y supiera cuándo detenerse y cuándo matar.
Pero por más que mi destreza sea celebrada en el entrenamiento, en la batalla o en los santuarios de los dioses que aún se acuerdan de mí, hay algo que no consigo conquistar: la vida que desearía disfrutar.
No pido laureles eternos ni tronos. No me interesa encabezar los mitos o figurar entre los nombres de gloria en las canciones olímpicas. Lo que más anhelo, lo que más ansío, es algo mucho más sencillo: pertenecer. Sentirme parte de algo que no tenga que ganarme cada amanecer con la sangre o el sudor. Sentarme sin mirar la entrada, sin esperar un ataque. Beber un néctar sin sentir que estoy pagando una deuda eterna por cada sorbo.
Deseo una vida de orden, pero no de sumisión. Un orden donde mis días no se midan en enemigos derrotados ni en cuántos pasos di antes de sangrar. Quiero que el Inframundo, este reino que me moldeó con fuego y cuchillas, me reconozca como algo más que su bastardo luchador incansable. Quiero que me vean y digan: él también pertenece. Él también puede detenerse sin ser débil.
Respeto. Lo pido sin arrogancia. Lo pido como alguien que ha demostrado, día tras día, que puede cargar las paredes de este mundo oscuro sobre sus hombros sin quejarse. He sido hijo obediente, guerrero insomne, hermano paciente. He cumplido con los dioses y me he doblegado ante las sombras cuando fue necesario. ¿Y aún así no merezco una mirada que no cargue juicio? ¿Una sala donde mi nombre no se mencione con suspicacia o resentimiento? He visto a mortales disfrutar de pequeños momentos —una caricia, una canción, un brindis entre amigos— y he querido arrancar del destino uno de esos fragmentos para mí.
Y si la vida me lo permite, si en algún rincón del tiempo me concede ese respiro, quiero también amar. No como lo hice una vez, no con el orgullo entre los dientes ni con la soledad acechando en cada gesto. Quiero un romance sin cadenas, sin juegos de poder ni guerras internas. Uno donde no tenga que medir cada palabra por miedo a perder el poco equilibrio que me quede. Alguien que me mire como soy y no como debo ser. Que no me pida grandeza, pero que la despierte en mí.
No quiero una historia épica con una amante trágica. Quiero tardes compartidas. Risas sin armaduras. Un cuerpo junto al mío que no esté manchado de deber, sino de deseo. Una vida con alguien que me diga: “Esta vez no tienes que luchar, esta vez puedes quedarte.”
El Hades, con sus miles de años y voces rotas, rara vez concede esa clase de cosas. Aquí todo se gana o se arrebata. Pero si alguna vez esa puerta se abriera para mí, si los hilos del destino se torcieran a mi favor, no dudaría. Porque esta existencia de armas, sombras y cicatrices... ya me ha enseñado todo lo que necesitaba saber sobre quién soy. Ahora solo quiero descubrir quién puedo ser cuando no estoy combatiendo.
He derramado demasiado de mí en los suelos de este reino. Estoy cansado de sentir que la única forma de existir es resistir. Por eso escribo esto, aunque nadie lo lea. Porque admitirlo ya es una forma de resistencia. Decirlo en voz alta es empezar a invocar esa vida, a pedirla con cada paso que doy hacia adelante.
No quiero gloria. Quiero paz.
No quiero un destino legendario.
Quiero una vida mía.
Una donde al fin pueda cerrar los ojos…y no tener que pelear por abrirlos al día siguiente.