Cuando desperté aquella mañana sentí una extraña intranquilidad dentro de mí. No sabía a qué se debía, pero sí sabía que algo malo iba a suceder pronto.
Después de dar varias vueltas intranquila en la cama, decidí levantarme. Aún con mi pijama puesto y descalza, abrí la puerta de mi habitación.
Al asomarme al pasillo, la escena que vi puso en evidencia el motivo de mi intranquilidad.
La puerta de la habitación de Zelgadiss estaba abierta, Reena se encontraba junto a la misma mirando hacia el lado opuesto del pasillo con cara de preocupación y tristeza; y, al mirar en la dirección hacia la que miraba Reena, observé a Zelgadiss alejándose hasta que giró al final del pasillo y se perdió de vista.
Zelgadiss llevaba tiempo diciendo que se iría, pero jamás imaginé que lo haría así, sin siquiera despedirse de mí.
Dolía. Dolía mucho.
—¿Se va? —pregunté volviendo a mirar a Reena.
Una parte de mí, de forma totalmente irracional, la odió en aquel momento. Ella sí había podido despedirse de él, y ella no había buscado un modo de detenerle para que no se marchara. Algo en mí no era consciente de que Reena no era culpable de la decisión de Zelgadiss.
No esperé respuesta alguna por parte de Reena.
Aún con mi pijama puesto salí corriendo detrás de él a la máxima velocidad que me permitían las piernas.
Solo me tomó unos segundos salir de aquella posada en la que nos alojábamos y, una vez en el exterior, busqué a Zelgadiss con la mirada.
Nuevamente corrí detrás de él hasta que le alcancé.
—¡Eres un maldito egoísta! ¡Te odio, Zelgadiss! —grité tras detenerme justo detrás de él.
El dolor era el que hablaba por mí. No le odiaba. No podía odiarle.