Bajo cielos de ceniza y aurora marchita,
el león camina con fuego en la melena,
su alma es hierro forjado en guerras,
su pecho un latido que no se entrega.

Sobre ramas de ébano y viento,
el cuervo danza con alas de sombra,
sus ojos, pozos donde la noche reposa,
su canto, un lamento que nadie nombra.

Se miran desde mundos distantes,
dos destinos que el tiempo quebró,
él, promesa de ardor contenido,
ella, secreto que nunca voló.

El león ruge, pero su voz es susurro
cuando la figura oscura le roza,
y aunque su pecho arda en llamas,
es ella quien lo incendia con una sola sombra.

El cuervo baja cuando la luna languidece,
sus alas trazan constelaciones olvidadas,
y en la pausa entre la noche y el alba,
se posa en la herida que él no deja cerrada.

Él la espera en cada ocaso,
ella lo ronda en cada aurora,
pero jamás se tocan del todo,
siempre rozando, siempre a solas.

El león promete con ojos de ceniza:
“Si alguna vez caigo en la penumbra,
serás tú quien me guíe al alba.”

El cuervo responde con voz quebrada:
“Si alguna vez descanso en tu pecho,
que mis alas sean jaula y mi corazón, morada.”

Se pierden en la danza de las cosas imposibles,
en el beso que jamás rozó la carne,
pero en la brisa de los días que huyen,
queda su juramento flotando en el aire.

No habrá tumba para su historia,
ni versos para su destino errante,
solo el eco de un león que espera,
y el batir de un cuervo que nunca parte.