Samuel se había quedado en el pueblo por unos días. No estaba seguro de qué lo retenía ahí, pero tampoco tenía apuro en volver. Se sentía más liviano, aunque todavía había una lucha dentro de él.

 

Una tarde, estaba sentado en la plaza cuando vio a Elías caminando con calma. Llevaba una bolsa con algunas compras y, al notar a Samuel, se acercó.

 

—¿No te cansaste todavía de ver siempre la misma plaza, chango? —bromeó.

 

Samuel sonrió de lado.

 

—Parece que no.

 

Elías dejó la bolsa en el banco y se sentó junto a él.

 

—Cuando uno se queda quieto en un lugar, a veces es porque está esperando algo… ¿Vos qué esperás, pibe?

 

Samuel pasó las manos por su rostro, frustrado.

 

—Quisiera poder apagar todo lo que tengo en la cabeza… Mi pasado, las voces que todavía me persiguen, la culpa… —Hizo una pausa—. A veces siento que me gustaría volver a ser el de antes, aunque sé que no debería.

 

Elías asintió, como si entendiera perfectamente.

 

—El viejo hombre no muere fácil, Samuel. Pero no te olvidés de algo: lo que Dios hace, lo hace bien. Si te arrancó de donde estabas, es porque no querías estar ahí, aunque una parte tuya todavía lo extrañe.

 

Samuel bajó la cabeza, apretando los puños.

 

—A veces siento que me llama de vuelta… Y tengo miedo de que, en algún momento, termine cediendo.

 

Elías lo miró con seriedad.

 

—Todos tenemos un Egipto del que Dios nos sacó, y si no estamos atentos, queremos volver. Pero mirá, pibe, Dios no te llevó hasta el desierto para dejarte morir ahí. Si te trajo hasta acá, es porque tiene algo mejor para vos.

 

Samuel cerró los ojos. Quería creer en esas palabras, quería aferrarse a ellas.

 

Elías palmeó su espalda con firmeza.

 

—Seguí caminando, Samuel. Aunque duela, aunque cueste. Dios no te suelta.

 

Samuel asintió.