Un mes después de que Alexa se fue

 

El tiempo dejó de significar algo para Daniel. Los días pasaban sin que los sintiera, como si su cuerpo se moviera por inercia mientras su mente quedaba atrapada en un vacío interminable. Había dejado de hablar. Había dejado de preguntar. La primera semana insistió, intentó arrancar respuestas de la gente a su alrededor, pero solo obtuvo miradas esquivas, excusas y el mismo silencio asfixiante. Al final, se rindió.

 

Pero rendirse no significaba descanso. Porque aunque su cuerpo estuviera al borde del colapso, su padre no permitió que se detuviera. La ausencia de Alexa dejó un vacío que alguien tenía que llenar, y Daniel, como heredero, se convirtió en la única opción. Desde el amanecer hasta que el sol se ocultaba, su vida se redujo a entrenamientos brutales, órdenes cortantes y una disciplina implacable. Su padre no mostraba ni un rastro de compasión. No hubo palabras de aliento. No hubo pausas. Solo golpes, caídas, heridas y la inquebrantable exigencia de que se levantara cada vez que su cuerpo se rendía.

 

Cada día era una batalla contra el agotamiento, contra el hambre, contra el dolor de sus músculos desgarrados. Pero nada de eso dolía tanto como el vacío en su pecho. Nada dolía tanto como el silencio de Alexa.

 

Las noches eran aún peores. Antes, cuando las pesadillas lo asfixiaban, Alexa estaba ahí. Su voz, su presencia, su simple existencia lo anclaban a la realidad. Pero ahora… ahora despertaba empapado en sudor, con el corazón martillándole el pecho, y solo el eco de su respiración llenaba la habitación oscura. Intentaba cerrar los ojos, intentaba respirar hondo, intentaba convencerse de que todo estaba bien, pero su cuerpo no le creía. Y el sueño nunca regresaba.

 

Después de un mes sin descanso, sin consuelo, sin tregua, su mente comenzó a romperse. Caminaba como un fantasma entre la gente, arrastrando los pies, sintiendo que su piel era solo una prisión vacía. Su madre intentó hablarle. Su padre le ordenó que se concentrara. Pero él no tenía nada que decirles. No tenía nada en absoluto.

 

Aquella noche, la desesperación fue insoportable. Sin pensarlo, sin importarle nada más, corrió. Corrió lejos del castillo, lejos de los muros que lo asfixiaban, lejos de las miradas que no le daban respuestas. Sus pies lo llevaron al bosque, a ese mismo bosque donde antes corría con Alexa, donde reían, donde ella lo protegía de sus miedos.

 

Pero ahora el bosque estaba en silencio. Igual que ella.

 

Daniel cayó de rodillas sobre la tierra húmeda, sus manos temblorosas aferrándose a la hierba. Su pecho subía y bajaba en jadeos frenéticos, su respiración entrecortada por la angustia que le estrangulaba la garganta. Y entonces, como si su cuerpo ya no pudiera contenerlo más, golpeó el suelo con los puños. Una vez. Otra vez. Y otra más. Con fuerza, con rabia, con un dolor que no tenía dónde ir. La tierra se abrió bajo sus nudillos ensangrentados, pero él siguió, hasta que sus brazos se debilitaron, hasta que su frente chocó contra el suelo y su voz quebrada se ahogó en la noche.

 

—¿Por qué? —susurró, su voz rota, apenas un eco entre los árboles—. ¿Por qué te fuiste...? ¿Por qué me dejaste solo...?

 

Nadie respondió. Solo el viento, susurrando entre las hojas. Solo la soledad, devorándolo poco a poco.

 

Y por primera vez en un mes, Daniel sollozó. Porque en ese momento entendió que, sin ella, él también se estaba desvaneciendo.