Felicitas Benedictus vino al mundo el 26 de febrero de 1993, en el seno de una familia londinense de linaje acomodado, cuyos privilegios se sostenían sobre la más discreta de las opulencias. Fue la primogénita de once hermanos, descendencia prolífica de un matrimonio que, si bien ostentaba títulos y abolengo, prefería mantenerse en la sombra de la aristocracia continental, lejos de los excesos y la exposición de sus turbios negocios.

 

Con apenas dieciséis años, Felicitas fue entregada en matrimonio a Lawrence Hallett Dale, un caballero de treinta y tres años, cuya vasta fortuna y extensas propiedades resultaban más atractivas para sus progenitores que las súplicas de su hija. La desproporción en edad y temperamento robusto en desagrado que ella mostraba no fue obstáculo suficiente para disuadir a su padre, quien consideró que una unión de tales características consolidaría aún más la posición de la familia dentro del cerrado círculo de la cúspide terrateniente.

 

Felicitas, cuya voluntad poco pesaba en la balanza de los intereses familiares, vio sellado su destino en la firma de un contrato nupcial que no tomó en cuenta ni su juventud ni sus protestas. El rito aún conservaba la reminiscencia de tiempos en que los esponsales podían celebrarse con el beneplácito de los progenitores, sin que la voluntad de los desposados tuviera relevancia alguna, especialmente para las mujeres.

Durante el transcurso de un año y medio, múltiples intentos de concepción fraguaron en infortunio, pues Felicitas sufrió la pérdida de tres gestaciones, cada una arrebatándole no solo la posibilidad de la maternidad, sino también una fracción de su vitalidad. Lo que para ella representó un calvario de fragilidad y desconsuelo, para su esposo devino en una decepción. A ojos de Lawrence, su esposa, otrora una inversión dinástica prometedora, se había degradado a la condición de un receptáculo estéril, incapaz de cumplir con el propósito primordial de toda mujer de su estamento: perpetuar la estirpe.

 

Su incapacidad reproductiva la redujo, en a una nulidad doméstica. La frustración del varón no se limitaba al ámbito conyugal, sino que se extendía a sus ambiciones patrimoniales, pues ansiaba con vehemencia legar su vasta empresa agrícola a un hijo varón, un heredero que prolongase su linaje y asegurase la continuidad este. Felicitas, entretanto, no era más que un obstáculo a sus aspiraciones.

La conjunción de su atractivo físico y su patrimonio la convertía en un objeto de alta cotización dentro de los círculos de la aristocracia, donde el valor de una mujer se tasaba en función de su linaje y su dote. No era de extrañar, pues, que Felicitas figurase entre las damas más codiciadas por un cúmulo de pretendientes que gravitaban en torno a ella, disputándose su favor en veladas ilustradas donde la conversación refinada se entrelazaba con el cortejo.

 

Entre aquellos aspirantes a su mano destacaba Matthew O’Connell, cuya inclinación por Felicitas precedía incluso a su desafortunada unión matrimonial. Su interés, lejos de disiparse con el tiempo, había sobrevivido a la barrera del compromiso conyugal y persistía, alimentado tanto por la admiración que le profesaba como por la esperanza de un desenlace que volviera a ponerla al alcance de su ambición.
El desdén marital y la negligencia conyugal de Lawrence precipitaron en Felicitas una insurrección que, bajo circunstancias ordinarias, jamás habría concebido. Lo que en su fuero interno podría haber sido una tímida trasgresión se transformó en un arrebato de desafío clandestino que la llevaron a compartir el lecho con aquel que, pese al tiempo y las circunstancias, no cejaba en su empeño de poseerla.

 

Mas la suerte es veleidosa y caprichosa en sus designios. Aquel día, en que la previsión dictaba que su esposo no regresaría hasta bien entrada la madrugada, sumido en el desenfreno de las apuestas ecuestres, Lawrence irrumpió en la escena. Lo que siguió fue un crescendo de gritos, maldiciones y recriminaciones, culminando en el súbito y fatídico desenlace de un proyectil alojándose en el cuerpo de Matthew O’Connell.

 

La sangre aún no se había secado cuando Felicitas fue arrastrada hasta la morada de sus progenitores, donde el terrateniente, entre la indignación y el alivio de un ultraje vengado, proclamó la inminente disolución del matrimonio. Diez años de unión estéril, en el más amplio sentido de la palabra, concluían en un epílogo acorde a su naturaleza: con escándalo y un muerto de por medio.

 

No hubo clemencia para la mujer. Para la aristocracia, el problema no era la infidelidad en sí misma (un pecado tolerable si se ejecutaba con la suficiente discreción) sino la imprudencia de haber sido descubierta. Sus padres dictaron sentencia: la reclusión perpetua en un monasterio de clausura, donde la vergüenza de la familia se diluiría tras muros de piedra y oraciones. No se hablaba de redención, sino de conveniencia. Y así, Felicitas Benedictus fue sepultada en vida mientras el mundo exterior se desentendía de su historia como si jamás hubiera sucedido. 

CONTINURARÁ...