Sobre la cama, un hombre se hiergue, sobresaltado, con la voz rota, desgarrada. Las palabras ya no le salen y solo el silencio es mudo testigo de lo que acaba de suceder. Su mirada, clavada en aquellas ventanas, parece buscar un enemigo invisible o una salida rápida a una amenaza que desconoce. Sus músculos están tensos, notándose todos y cada uno de ellos con una nitidez que pudiera llegar a ser modelo de anatomía clínica. En sus fauces, los colmillos asomando, como los de un depredador dispuesto a usarlos para enfrentar cualquier peligro posible.

El tic tac del reloj sobre su mesita parece traerle de vuelta a una realidad que ignora por completo, a una situación actual, a un momento cierto, alejado de aquello que fuera lo que estuviera soñando. Son tantos, y tantos... siglos, que muchas veces las imágenes se vuelven confusas y e distorsionan entre ellas. No sería capaz de orenar los nombres de tantas compañías que hubieran compartido, de cientos de formas distintas en las que tienen de relacionarse dos semejantes, pero en su pecho, la angustia, el dolor, el sufrimiento de alguien que ha experimentado la pérdida tantas veces que lo toma por una costumbre en su exitencia.

Se alza de la cama, poniendo los pies en el suelo y llevándose las manos al rostro, buscando relajar sus facciones, esconder sus fauces y retomar su compostura. El pasado, pasado ha, y a pesar de que en casiones, vuelva como una ola gigante para arrasar la costa, pasado el temporal todo vuelve a la calma tras la tempestad. Se toma unos segundos, como si aun faltase una o dos piezas por encajar dentro de su sistema. Alza la vista a una habitación tan tranquila como alterado hubiera estado él unos minutos antes. De poder hacerlo, respiraría hondo, pero no puede. De poder latir, su corazón estaría desbocado, pero no se mueve. 

Se alza, llevando sus pasos hacia ese ventanal compuesto de varias hojas, en un semicirculo que le da amplitud y ofrece una pequeña balconada en la que apoyarse a admirar una ciudad que enamora y nunca duerme. Se sienta en aqueña repisa acolchada y observa, acariciando con su mano muerta el frío cristal que separa su alcoba de la cotidaniedad de una ciudad que comienza su ritmo nocturno. 

-No esta noche... no... no esta noche...- cierra lentamente la mano y se deja llevar por los recuerdos perdidos de un tiempo que ya no es el suyo.

Queda allí, admirando una belleza inmóvil de una arquitectura que ha vivido tanto y ha albergado tanto, que podrían estar ambos una eternidad compartiendo conversación si los muros fueran capaces de hablar.