¿Qué has dicho? ¿Quieres escuchar mi historia? ¿Estás seguro? Debo decirte, pobre alma, que una vez haya empezado el relato, no he de detenerme... Si aun así la curiosidad ha podido más que mi advertencia, escucha atentamente:

 

Érase una vez un hombre. Un hombre fuerte, astuto y bueno en el combate, ese hombre se convirtió en un hábil guerrero.
Érase una vez un hábil guerrero. Uno que ganaba batallas, guerras, conquistaba territorios e imperios. Durante toda su vida cometió actos de terrible crueldad, todo en aras de conseguir la victoria; ese hábil guerrero se convirtió en un rey.
Érase una vez un rey. Implacable y con mano dura, gobernaba un vasto imperio en el cual no existía otro destino más allá de la miseria y la tristeza para su pueblo… Hasta que conoció a una mujer. Una mujer de hermosa cabellera ébano, ojos verdes cuales brillantes esmeraldas y con una sonrisa que era capaz de derretir hasta el más frío de los corazones.



Aquella mujer suplicó de rodillas y entre lágrimas que el rey se detuviera, pues estaba condenando a miles de almas a una vida miserable. Tan profundo era su llanto, y tan llenas de tristeza sus palabras, que el corazón del rey finalmente encontró la paz, el amor y la templanza necesaria. Aquella mujer se convirtió en su reina, y expiando sus pecados, un rey arrepentido dedicó su vida a enmendar todo el mal que había causado, logrando así una nación prospera y plena. Todos los pecados del rey fueron perdonados y con justicia y amor, él y su amada dedicaron su vida a velar por la paz de todos en el reino.

 

Esa es la historia que se cuenta a voces. Es ahí donde el relato se detiene y los padres arropan a sus hijos y con un dulce beso en sus frentes, los envían a los suaves brazos de Morfeo… Me gustaría que fuera ese el fin de la historia. Pero no lo es.

 


Érase una vez un Dios. Un Dios que todo lo sabía y todo lo veía. Un Dios que consideraba insuficientes las acciones del rey. Su deuda era demasiada, tal que ni en miles de vidas podría ser saldada. Dios es sabio, pero también es cruel y conoce la mejor manera de hacer pagar a aquellos cuya deuda es insalvable.

Érase una vez una princesa. Una hermosa niña, tan hermosa como su madre o eso es lo que a ella le cuentan… Su madre partió del mundo terrenal al darle a luz. Dejando al rey desconsolado y con el corazón hecho pedazos. Él pensaba que su dolor podría ser apaciguado por su hija, quien en apariencia era igual o más hermosa que su madre… Pero aquella niña estaba maldita.

Érase una vez una princesa… Una que no era capaz de reír, de gritar, de llorar… Era la encarnación del castigo de Dios para el Rey… Por muy hermosa que fuese, nadie podía amarla, ni los súbditos, ni los nobles… Ni el Rey… Finalmente aquella princesa fue relegada a una torre en el bosque, una de la cual no podría escapar jamás, donde envejecería y finalmente moriría en soledad. Con la única esperanza de que alguien le encontrara y pudiera amarla incluso pese a su maldición.



Incluso ahora, pese a su tristeza y amargura, amaría que ese fuese el fin de la historia… 

 

 

 

 

Un cuento de hadas que esconde una terrible tragedia. Pero el consuelo ha llegado junto con el final de mi historia ¿No es así? Pues temo decirte, pobre espectador, que aun no he terminado...

 

Érase una vez una deuda... Una que no podía pagarse, una deuda que trascendió el tiempo, la soledad, el fuego... y la muerte misma. Una deuda que yace sobre hombros ajenos, sobre los hombros de una mujer que ha tenido muchos nombres. Lady Plague, Mademoiselle Noir, Claire Plasmus...

Érase una vez un cadaver maldito. Condenada a vagar eternamente, sin vida, pero tampoco muerta del todo. Una mujer cuyo consuelo yace en las voces de los otros muertos, aquellos que envidia porque pueden descansar, y en la envidia de los vivos, aquellos que pueden reir, llorar, enfadarse, deprimirse, ilusionarse... y amar.

 

Lo sé, y lo siento. Sé que a estas alturas estás ansioso por un final. Tan ansioso como yo... He intentado ponerle fin a ésta historia tantas veces y de formas tan distintas que ya he perdido la cuenta...
Perdoname, desde el fondo de mi corazón te lo imploro... Pues te he contado una historia cuyo final jamás llegará.