𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez.
────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja!
Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez.
────¡Es un varón! ──anunció la partera.
La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió.
────Hola, hola…
Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre.
Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa.
────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad.
────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente.
La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba.
────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad.
────¿Quieres cargarlo?
Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón.
────Hola, pequeño.
Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento.
Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales.
Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella.
A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción.
Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo.
Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre.
No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir.
Y los dioses temían a esos resultados.
Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia.
Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba.
Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener.
Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo.
Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos.
Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.
𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎 🌿
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez.
────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja!
Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez.
────¡Es un varón! ──anunció la partera.
La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió.
────Hola, hola…
Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre.
Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa.
────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad.
────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente.
La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba.
────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad.
────¿Quieres cargarlo?
Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón.
────Hola, pequeño.
Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento.
Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales.
Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella.
A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción.
Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo.
Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre.
No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir.
Y los dioses temían a esos resultados.
Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia.
Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba.
Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener.
Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo.
Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos.
Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.