〈 𝘈𝘷𝘪𝘴𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘯𝘪𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘯𝘴𝘪𝘣𝘭𝘦: 𝘌𝘴𝘵𝘦 𝘵𝘦𝘹𝘵𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘭𝘶𝘺𝘦 𝘳𝘦𝘭𝘢𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘢𝘯𝘴𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥, 𝘤𝘳𝘪𝘴𝘪𝘴 𝘥𝘦 𝘱𝘢́𝘯𝘪𝘤𝘰 𝘺 𝘥𝘪𝘴𝘰𝘤𝘪𝘢𝘤𝘪𝘰́𝘯. 𝘗𝘰𝘥𝘳𝘪́𝘢 𝘱𝘳𝘰𝘷𝘰𝘤𝘢𝘳 𝘦𝘮𝘰𝘤𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘢𝘯𝘨𝘶𝘴𝘵𝘪𝘢 𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘰𝘮𝘰𝘥𝘪𝘥𝘢𝘥. 𝘚𝘦 𝘴𝘶𝘨𝘪𝘦𝘳𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘤𝘢𝘶𝘤𝘪𝘰́𝘯 𝘢𝘭 𝘭𝘦𝘦𝘳. 〉
Silencio.
Al principio, fue solo un murmullo distante, una grieta apenas perceptible en la realidad, una punzada en los márgenes de su conciencia. Algo fuera de lugar, algo que no debía estar allí, pero que, sin embargo, se aferraba a su piel como una sombra adherida al alma. El aire se tornó denso. No había razón para que su respiración se agitara, no había peligro, no había amenaza… Y aun así, su pecho se contrajo bajo un peso invisible, como si el propio mundo tratara de hundirla en sus profundidades. Su entorno pareció inclinarse en ángulos imposibles, un laberinto de recuerdos superpuestos que luchaban por arrastrarla fuera del presente. Sus pulmones se aferraron al aire, pero cada bocanada se volvió un acto de resistencia: algo en su interior temblaba, una fisura que amenazaba con partirla en dos.
Parpadeó y vio sus manos, pálidas, temblorosas… Ajenas. Las observó con la perplejidad de quien contempla una verdad imposible. No deberían estar manchadas, y sin embargo allí estaban, las líneas de sus palmas cubiertas por un resplandor carmesí que parecía palpitar con vida propia. Tibio líquido deslizándose entre sus dedos como la última plegaria de un condenado. Intentó sacudirlas, pero la sangre no desaparecía: las frotó contra su propia piel, contra la piedra bajo sus pies, pero solo se extendía, tiñendo su mundo de carmesí. No era real. Parpadeó otra vez, y las encontró vacías, pero la sensación permaneció. Un vestigio en su piel, en su mente, en las profundidades de algo más antiguo que el propio recuerdo. Su respiración se tornó errática, entrecortada, cada inhalación se hizo más difícil que la anterior, un frágil hilo de cordura que la mantenía atada a la realidad. Pero la grieta se expandía, y con ella, su percepción.
Alzó la mirada y el suelo ya no era suelo. Ante sus pies se extendía un mar de sombras, un océano de figuras caídas en el filo de la eternidad. Cuerpos desplomados, amontonados, cuyos nombres se habían desvanecido con el tiempo, cuya esencia se había disuelto en la nada... El eco de sus gritos atrapados entre las ruinas que alguna vez fueron un campo de batalla. Ojos sin vida, bocas abiertas en un grito que nunca cesó del todo. No los recordaba, y sin embargo, recordaba su peso, la calidez efímera antes de que el frío se apoderara de ellos… La resistencia quebrándose en sus manos. El aire olía a algo metálico, imborrable, pero aun así la visión parpadeó. Y en su lugar, apareció otro paisaje.
Risas. Voces. Los rostros de sus hermanos y hermanas, iluminados por la calidez de una gloria que a ella ya no le pertenecía. No era la risa de antaño, no era el fulgor de los días dorados ni la solemnidad de la devoción. Era un eco distorsionado, la sombra de algo quebrado. Ella los observó como a través de un cristal empañado, consciente de que ya no formaba parte de ello… Y comprendió, como lo había comprendido tantas veces antes. La fe que alguna vez la sostuvo se había convertido en un relicario vacío, en un recuerdo sin dueño.
Y allí, en la penumbra de su conciencia, una figura. Un reflejo, una sombra vestida de su propio rostro, ojos que no eran los suyos, pero que los conocía a su vez como propios. Una presencia que aguardaba, paciente, en la orilla de su cordura. Extendió una mano, y la sombra hizo lo mismo. Pero no se tocaban, no aún, porque entre ambas yacía la herida abierta de un destino aún por decidirse.
Entonces, el silencio absoluto. No era la ausencia de sonido, sino de significado, el abismo entre lo que fue y lo que era. Lo único que rompió la quietud fue su propio aliento, acelerado, entrecortado. Estaba ahí, estaba ahora. Pero la grieta seguía allí y difícilmente se iría.
〈 𝘈𝘷𝘪𝘴𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘯𝘪𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘯𝘴𝘪𝘣𝘭𝘦: 𝘌𝘴𝘵𝘦 𝘵𝘦𝘹𝘵𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘭𝘶𝘺𝘦 𝘳𝘦𝘭𝘢𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘢𝘯𝘴𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥, 𝘤𝘳𝘪𝘴𝘪𝘴 𝘥𝘦 𝘱𝘢́𝘯𝘪𝘤𝘰 𝘺 𝘥𝘪𝘴𝘰𝘤𝘪𝘢𝘤𝘪𝘰́𝘯. 𝘗𝘰𝘥𝘳𝘪́𝘢 𝘱𝘳𝘰𝘷𝘰𝘤𝘢𝘳 𝘦𝘮𝘰𝘤𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘢𝘯𝘨𝘶𝘴𝘵𝘪𝘢 𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘰𝘮𝘰𝘥𝘪𝘥𝘢𝘥. 𝘚𝘦 𝘴𝘶𝘨𝘪𝘦𝘳𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘤𝘢𝘶𝘤𝘪𝘰́𝘯 𝘢𝘭 𝘭𝘦𝘦𝘳. 〉
Silencio.
Al principio, fue solo un murmullo distante, una grieta apenas perceptible en la realidad, una punzada en los márgenes de su conciencia. Algo fuera de lugar, algo que no debía estar allí, pero que, sin embargo, se aferraba a su piel como una sombra adherida al alma. El aire se tornó denso. No había razón para que su respiración se agitara, no había peligro, no había amenaza… Y aun así, su pecho se contrajo bajo un peso invisible, como si el propio mundo tratara de hundirla en sus profundidades. Su entorno pareció inclinarse en ángulos imposibles, un laberinto de recuerdos superpuestos que luchaban por arrastrarla fuera del presente. Sus pulmones se aferraron al aire, pero cada bocanada se volvió un acto de resistencia: algo en su interior temblaba, una fisura que amenazaba con partirla en dos.
Parpadeó y vio sus manos, pálidas, temblorosas… Ajenas. Las observó con la perplejidad de quien contempla una verdad imposible. No deberían estar manchadas, y sin embargo allí estaban, las líneas de sus palmas cubiertas por un resplandor carmesí que parecía palpitar con vida propia. Tibio líquido deslizándose entre sus dedos como la última plegaria de un condenado. Intentó sacudirlas, pero la sangre no desaparecía: las frotó contra su propia piel, contra la piedra bajo sus pies, pero solo se extendía, tiñendo su mundo de carmesí. No era real. Parpadeó otra vez, y las encontró vacías, pero la sensación permaneció. Un vestigio en su piel, en su mente, en las profundidades de algo más antiguo que el propio recuerdo. Su respiración se tornó errática, entrecortada, cada inhalación se hizo más difícil que la anterior, un frágil hilo de cordura que la mantenía atada a la realidad. Pero la grieta se expandía, y con ella, su percepción.
Alzó la mirada y el suelo ya no era suelo. Ante sus pies se extendía un mar de sombras, un océano de figuras caídas en el filo de la eternidad. Cuerpos desplomados, amontonados, cuyos nombres se habían desvanecido con el tiempo, cuya esencia se había disuelto en la nada... El eco de sus gritos atrapados entre las ruinas que alguna vez fueron un campo de batalla. Ojos sin vida, bocas abiertas en un grito que nunca cesó del todo. No los recordaba, y sin embargo, recordaba su peso, la calidez efímera antes de que el frío se apoderara de ellos… La resistencia quebrándose en sus manos. El aire olía a algo metálico, imborrable, pero aun así la visión parpadeó. Y en su lugar, apareció otro paisaje.
Risas. Voces. Los rostros de sus hermanos y hermanas, iluminados por la calidez de una gloria que a ella ya no le pertenecía. No era la risa de antaño, no era el fulgor de los días dorados ni la solemnidad de la devoción. Era un eco distorsionado, la sombra de algo quebrado. Ella los observó como a través de un cristal empañado, consciente de que ya no formaba parte de ello… Y comprendió, como lo había comprendido tantas veces antes. La fe que alguna vez la sostuvo se había convertido en un relicario vacío, en un recuerdo sin dueño.
Y allí, en la penumbra de su conciencia, una figura. Un reflejo, una sombra vestida de su propio rostro, ojos que no eran los suyos, pero que los conocía a su vez como propios. Una presencia que aguardaba, paciente, en la orilla de su cordura. Extendió una mano, y la sombra hizo lo mismo. Pero no se tocaban, no aún, porque entre ambas yacía la herida abierta de un destino aún por decidirse.
Entonces, el silencio absoluto. No era la ausencia de sonido, sino de significado, el abismo entre lo que fue y lo que era. Lo único que rompió la quietud fue su propio aliento, acelerado, entrecortado. Estaba ahí, estaba ahora. Pero la grieta seguía allí y difícilmente se iría.