• 𝐂𝐀𝐍𝐆𝐑𝐄𝐉𝐎 - 𝐕𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    ────Yo, Anquises, hijo de Capis, descendiente Dárdano, presento ahora a mi hijo Eneas ante los dioses para pedir su protección y sus bendiciones.

    Al tercer día, como dictaban las costumbres de los troyanos, Anquises había alzado a su hijo frente al fuego del hogar, en una pequeña ceremonia a la que asistieron algunas de las familias nobles de las ciudades aliadas de Dardania. Luego, se volvió hacia el sacerdote, quién posó su mano sobre la cabeza de su hijo para bendecirlo.

    El sacerdote comenzó a recitar plegarias sagradas para el Portador de Tormentas, pero su voz, vieja y astillada como la corteza de un viejo roble, flotó a un lugar lejano para Afro. Ocupaba su sitio junto al resto de los sirvientes congregados en el patio del palacio, entre las sombras que retrocedían ante el fuego de las antorchas dispuestas a su alrededor. Se refugio bajo el largo velo que caía detrás de su espalda. Aunque era una noche de verano, el aire cargado del dulce aroma del incienso y jazmín estaba bastante fresco.

    ────¡Zeus Cronión! Portador del rayo, centelleante, tonante, fulminante; escúchanos ahora…

    Afro apretó las manos frente a su estómago y observó con cierto anhelo a los nobles aglomerados en el interior. No iba a negarlo: le habría encantado tener un sitio delante de todo ese gran gentío, a un lado de la reina Temiste, presenciando la ceremonia como lo que realmente era: la madre de Eneas. No obstante, estar hasta atrás también tenía sus ventajas; y es que mientras la ceremonia transcurría, Afro había tenido la ocasión de examinar con ojo curioso a los invitados.

    Observó sus ropajes, la calidad de las telas que eran superiores a lo que ella llevaba puesto, los colores, los bordados tan finos hechos con hilos de oro. Un hermoso collar de cuentas de ámbar rodeaba el cuello de una noble, resaltando el color de sus ojos felinos. «Ah, esta sabe perfectamente lo que lleva sobre las clavículas. Es su mejor arma, es obvio que acaparará todas las miradas. Y ya veo algunos cuellos curiosos erguidos en su dirección». Pensó Afro, apenas disimulando una sonrisa.

    En el otro extremo del salón, un hombre de túnica azul oscuro estaba parado a un costado de una columna, Afro arqueó una ceja. No parecía haber recibido la invitación con mucha antelación; había sido uno de los últimos invitados en atravesar las puertas y su sonrisa, aunque amable y cortes, supo ocultar el color en sus mejillas. ¿Habría corrido a toda prisa para llegar hasta el palacio? Una pulsera de diminutas conchas rodeaba su muñeca. Eso le hizo sospechar que quizás el hombre venía de las costas de Licia.

    Pero de todos los invitados, un grupo en particular llamó su atención. Nunca había visto a ninguno, a pesar de que había escuchado sus nombres; hacían compañía a la reina Temiste. La cercanía en su trato, la naturalidad con la que hablaban, tan amena y cercana, le indicó que ya existía confianza entre ellos desde hace un tiempo. Más tarde, Anquises se encargaría de contarle que se trataba de la casa real de Ilión (Troya). El rey Príamo con su corona de lapislázuli que resaltaba sobre la cascada de cabellos negros, llevaba del brazo a la reina Hécuba de mirada vivas y gentil. Y a su lado, se encontraban sus hijos, sosteniendo ramas de olivo y laurel entre sus manitas. Por la forma en que sus dedos jugueteaban con los tallos frescos, era evidente el gran esfuerzo que estaban poniendo en no pelear, ni bostezar.

    Que buenos estaban siendo esos niños, había pensado para sus adentros. Si ella tuviera ese nivel de paciencia, probablemente habría hecho grandes proezas hace mucho. Era un logro que debía reconocerse.

    Y casi como si le hubiera leído las palabras en la mente, la hija pequeña de Príamo giró la cabeza, en su dirección.

    Afro contuvo la respiración cuando esos ojos de obsidiana cruzaron con los suyos. ¿Por qué… esa niña la miraba así? Era la expresión de alguien que había encontrado un cabello en su comida y empieza, meticulosamente, a hacer una lista mental de posibles cabezas sospechosas a quién podría pertenecer esa hebra. Era la primera vez que un niño mortal la observaba de esa manera, con tanta suspicacia, y eso, para su propia sorpresa, le provocó un ligero nerviosismo.

    Forzó una sonrisa, la más amable que sus labios consiguieron esbozar y discretamente levantó la mano para saludarla. Pero su gesto se derritió al instante, como la nieve bajo el sol de primavera. La niña no solo no le devolvió el saludo, sino que su expresión ceñuda se tornó aún más analítica. Tragó saliva, aunque incomoda, Afro no se achicó, ni rompió el contacto visual. Dejó que la niña hiciera su análisis sobre ella, convirtiéndose en el objetivo de contemplación de su estudio. Creyó que la descomponía pieza por pieza, hasta entender cada función, o al menos, eso intentaba ¿Podía culparla? En su edad más temprana, motivada por la curiosidad inocente, Afro habría hecho lo mismo con una ostra y un cangrejo que encontró en las orillas de la playa de Chipre, la primera vez que pisó tierra firme después de su nacimiento en el seno de las profundidades del mar. Los dioses crecían a una velocidad alarmante, así que cuando el oleaje terminó de dar forma a la carne y la sangre celestial de su padre que habían sido arrojados al mar, las olas expulsaron a la superficie a una niña que, aunque frágil, tenía la fuerza suficiente en las extremidades para nadar hasta la costa.

    Su conocimiento sobre el mundo era limitado y sin nadie quién la supervisara, se dedicó a caminar por la playa desierta. La playa de arenas blancas era enorme, los árboles frondosos que se alzaban a la distancia no le inspiraron el menor deseo de adentrarse en su espesura. Vagó sin rumbo hasta que algo capturó su atención: una ostra. Era liviana entre sus manos y al no oír sonido alguno al sacudirla junto a su oído, la abrió con ayuda de una piedra de punta afilada. Dentro encontró un par de perlas que después convertiría en los pendientes que ahora llevaba puestos.

    Más adelante halló un cangrejo caminando detrás de una roca enorme. Se acuclilló para observarlo, fascinada por esa forma tan peculiar de moverse de lado. Cada vez que intentaba llegar al mar, ella le cortaba el paso con la mano. El pequeño insistía, avanzando primero hacia un lado y luego hacia el otro, y ella, divertida, volvía a interponerse. Un duelo de paciencia que él perdió primero. Entre risas, cuando volvió a bloquearle el camino, el cangrejo esa vez cerró sus pinzas con firmeza alrededor de su dedo.

    Aún recordaba el dolor que aquello le causó, tan vivido y punzante que podría jurar que, después de años, el cangrejo seguía aferrado a su dedo solo para darle una lección de límites. Y vaya que lo consiguió; aquella punzada fantasma bastó para devolverla, de golpe, a la realidad.

    «Está bien. Ganaste esta ronda, amigo crustáceo».

    Hizo una leve mueca, el recuerdo tardío de esas pinzas que, al parecer, aún tenían algo que reclamarle, antes de que el murmullo de la ceremonia la alcanzara en los oídos.

    Moiras santas. Eso... eso dolió bastante...

    Gracias a los dioses, el sacerdote terminó su labor, poniendo fin al análisis de aquella niña troyana. La reina Hécuba tomó de la mano a la niña para conducirla junto a sus hermanos al frente, y fue entonces que Afro descubrió el nombre de aquella chiquilla.

    ────Ven, Cassandra ─le dijo su madre─. Vamos a llevarle nuestros regalos al príncipe.

    Dedicándole una última mirada que prometía continuar con el estudio de su persona más tarde y sin hacer más, obediente, Cassandra dio media vuelta y se perdió entre la multitud de nobles que se amontonaba junto a sus hijos para presentar sus regalos a Eneas. Su familia se situó en el lugar de preeminencia que les correspondía, siendo ellos los primeros en entregar sus obsequios. Solo los hijos mayores de Príamo pasaron al frente para ofrecer las ramitas de olivo y laurel al pequeño príncipe. Claro, Eneas los observaba confundido con sus grandes ojitos. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Pero su hijo ya desde bebé era valiente, ninguna sombra de duda o temor cubrió su rostro ante ninguno de esos extraños que se acercaron a darle la bienvenida al mundo.

    El banquete dio inicio y el palacio se llenó de música, cantos y risas. Las antorchas danzaban en los muros y las voces se mezclaron con el sonido de las copas. En lo que restó de la noche, Afro no volvió a saber nada de Cassandra ni de sus analíticos ojos de obsidiana. Por un momento, Afro se sintió como aquel cangrejo en la playa, solo que, a diferencia de él, ella ahora no tenía pinzas con que defenderse.

    Y no las necesitaba.
    𝐂𝐀𝐍𝐆𝐑𝐄𝐉𝐎 - 𝐕𝐈 🦀 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 ────Yo, Anquises, hijo de Capis, descendiente Dárdano, presento ahora a mi hijo Eneas ante los dioses para pedir su protección y sus bendiciones. Al tercer día, como dictaban las costumbres de los troyanos, Anquises había alzado a su hijo frente al fuego del hogar, en una pequeña ceremonia a la que asistieron algunas de las familias nobles de las ciudades aliadas de Dardania. Luego, se volvió hacia el sacerdote, quién posó su mano sobre la cabeza de su hijo para bendecirlo. El sacerdote comenzó a recitar plegarias sagradas para el Portador de Tormentas, pero su voz, vieja y astillada como la corteza de un viejo roble, flotó a un lugar lejano para Afro. Ocupaba su sitio junto al resto de los sirvientes congregados en el patio del palacio, entre las sombras que retrocedían ante el fuego de las antorchas dispuestas a su alrededor. Se refugio bajo el largo velo que caía detrás de su espalda. Aunque era una noche de verano, el aire cargado del dulce aroma del incienso y jazmín estaba bastante fresco. ────¡Zeus Cronión! Portador del rayo, centelleante, tonante, fulminante; escúchanos ahora… Afro apretó las manos frente a su estómago y observó con cierto anhelo a los nobles aglomerados en el interior. No iba a negarlo: le habría encantado tener un sitio delante de todo ese gran gentío, a un lado de la reina Temiste, presenciando la ceremonia como lo que realmente era: la madre de Eneas. No obstante, estar hasta atrás también tenía sus ventajas; y es que mientras la ceremonia transcurría, Afro había tenido la ocasión de examinar con ojo curioso a los invitados. Observó sus ropajes, la calidad de las telas que eran superiores a lo que ella llevaba puesto, los colores, los bordados tan finos hechos con hilos de oro. Un hermoso collar de cuentas de ámbar rodeaba el cuello de una noble, resaltando el color de sus ojos felinos. «Ah, esta sabe perfectamente lo que lleva sobre las clavículas. Es su mejor arma, es obvio que acaparará todas las miradas. Y ya veo algunos cuellos curiosos erguidos en su dirección». Pensó Afro, apenas disimulando una sonrisa. En el otro extremo del salón, un hombre de túnica azul oscuro estaba parado a un costado de una columna, Afro arqueó una ceja. No parecía haber recibido la invitación con mucha antelación; había sido uno de los últimos invitados en atravesar las puertas y su sonrisa, aunque amable y cortes, supo ocultar el color en sus mejillas. ¿Habría corrido a toda prisa para llegar hasta el palacio? Una pulsera de diminutas conchas rodeaba su muñeca. Eso le hizo sospechar que quizás el hombre venía de las costas de Licia. Pero de todos los invitados, un grupo en particular llamó su atención. Nunca había visto a ninguno, a pesar de que había escuchado sus nombres; hacían compañía a la reina Temiste. La cercanía en su trato, la naturalidad con la que hablaban, tan amena y cercana, le indicó que ya existía confianza entre ellos desde hace un tiempo. Más tarde, Anquises se encargaría de contarle que se trataba de la casa real de Ilión (Troya). El rey Príamo con su corona de lapislázuli que resaltaba sobre la cascada de cabellos negros, llevaba del brazo a la reina Hécuba de mirada vivas y gentil. Y a su lado, se encontraban sus hijos, sosteniendo ramas de olivo y laurel entre sus manitas. Por la forma en que sus dedos jugueteaban con los tallos frescos, era evidente el gran esfuerzo que estaban poniendo en no pelear, ni bostezar. Que buenos estaban siendo esos niños, había pensado para sus adentros. Si ella tuviera ese nivel de paciencia, probablemente habría hecho grandes proezas hace mucho. Era un logro que debía reconocerse. Y casi como si le hubiera leído las palabras en la mente, la hija pequeña de Príamo giró la cabeza, en su dirección. Afro contuvo la respiración cuando esos ojos de obsidiana cruzaron con los suyos. ¿Por qué… esa niña la miraba así? Era la expresión de alguien que había encontrado un cabello en su comida y empieza, meticulosamente, a hacer una lista mental de posibles cabezas sospechosas a quién podría pertenecer esa hebra. Era la primera vez que un niño mortal la observaba de esa manera, con tanta suspicacia, y eso, para su propia sorpresa, le provocó un ligero nerviosismo. Forzó una sonrisa, la más amable que sus labios consiguieron esbozar y discretamente levantó la mano para saludarla. Pero su gesto se derritió al instante, como la nieve bajo el sol de primavera. La niña no solo no le devolvió el saludo, sino que su expresión ceñuda se tornó aún más analítica. Tragó saliva, aunque incomoda, Afro no se achicó, ni rompió el contacto visual. Dejó que la niña hiciera su análisis sobre ella, convirtiéndose en el objetivo de contemplación de su estudio. Creyó que la descomponía pieza por pieza, hasta entender cada función, o al menos, eso intentaba ¿Podía culparla? En su edad más temprana, motivada por la curiosidad inocente, Afro habría hecho lo mismo con una ostra y un cangrejo que encontró en las orillas de la playa de Chipre, la primera vez que pisó tierra firme después de su nacimiento en el seno de las profundidades del mar. Los dioses crecían a una velocidad alarmante, así que cuando el oleaje terminó de dar forma a la carne y la sangre celestial de su padre que habían sido arrojados al mar, las olas expulsaron a la superficie a una niña que, aunque frágil, tenía la fuerza suficiente en las extremidades para nadar hasta la costa. Su conocimiento sobre el mundo era limitado y sin nadie quién la supervisara, se dedicó a caminar por la playa desierta. La playa de arenas blancas era enorme, los árboles frondosos que se alzaban a la distancia no le inspiraron el menor deseo de adentrarse en su espesura. Vagó sin rumbo hasta que algo capturó su atención: una ostra. Era liviana entre sus manos y al no oír sonido alguno al sacudirla junto a su oído, la abrió con ayuda de una piedra de punta afilada. Dentro encontró un par de perlas que después convertiría en los pendientes que ahora llevaba puestos. Más adelante halló un cangrejo caminando detrás de una roca enorme. Se acuclilló para observarlo, fascinada por esa forma tan peculiar de moverse de lado. Cada vez que intentaba llegar al mar, ella le cortaba el paso con la mano. El pequeño insistía, avanzando primero hacia un lado y luego hacia el otro, y ella, divertida, volvía a interponerse. Un duelo de paciencia que él perdió primero. Entre risas, cuando volvió a bloquearle el camino, el cangrejo esa vez cerró sus pinzas con firmeza alrededor de su dedo. Aún recordaba el dolor que aquello le causó, tan vivido y punzante que podría jurar que, después de años, el cangrejo seguía aferrado a su dedo solo para darle una lección de límites. Y vaya que lo consiguió; aquella punzada fantasma bastó para devolverla, de golpe, a la realidad. «Está bien. Ganaste esta ronda, amigo crustáceo». Hizo una leve mueca, el recuerdo tardío de esas pinzas que, al parecer, aún tenían algo que reclamarle, antes de que el murmullo de la ceremonia la alcanzara en los oídos. Moiras santas. Eso... eso dolió bastante... Gracias a los dioses, el sacerdote terminó su labor, poniendo fin al análisis de aquella niña troyana. La reina Hécuba tomó de la mano a la niña para conducirla junto a sus hermanos al frente, y fue entonces que Afro descubrió el nombre de aquella chiquilla. ────Ven, Cassandra ─le dijo su madre─. Vamos a llevarle nuestros regalos al príncipe. Dedicándole una última mirada que prometía continuar con el estudio de su persona más tarde y sin hacer más, obediente, Cassandra dio media vuelta y se perdió entre la multitud de nobles que se amontonaba junto a sus hijos para presentar sus regalos a Eneas. Su familia se situó en el lugar de preeminencia que les correspondía, siendo ellos los primeros en entregar sus obsequios. Solo los hijos mayores de Príamo pasaron al frente para ofrecer las ramitas de olivo y laurel al pequeño príncipe. Claro, Eneas los observaba confundido con sus grandes ojitos. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Pero su hijo ya desde bebé era valiente, ninguna sombra de duda o temor cubrió su rostro ante ninguno de esos extraños que se acercaron a darle la bienvenida al mundo. El banquete dio inicio y el palacio se llenó de música, cantos y risas. Las antorchas danzaban en los muros y las voces se mezclaron con el sonido de las copas. En lo que restó de la noche, Afro no volvió a saber nada de Cassandra ni de sus analíticos ojos de obsidiana. Por un momento, Afro se sintió como aquel cangrejo en la playa, solo que, a diferencia de él, ella ahora no tenía pinzas con que defenderse. Y no las necesitaba.
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  • El despertador no llega a sonar. La pantalla del móvil parpadea una, dos veces… y se apaga de golpe, chamuscada.
    Rachel Morgan abre un ojo, medio sonriendo.
    —Otra vez… —murmura con voz ronca, arrastrando las palabras entre las sábanas.

    Desde que empezó a tener pesadillas con exámenes, su poder tiende a desbordarse mientras duerme. Las bombillas del techo aún titilan, indecisas entre apagarse o seguir funcionando.

    Se levanta despacio, con ese andar relajado que siempre parece calculado. Su cuerpo despierta con energía contenida; cada movimiento suyo desprende control y una sutil sensualidad. Frente al espejo, pasa una mano por su cabello negro azabache.

    Va al baño, dejando tras de sí un rastro imperceptible de energía. Cuando el agua fría cae sobre su piel, siente el leve cosquilleo de la corriente intentando salir; no lo permite. Respira, se concentra, lo contiene. Control. Siempre control.

    Su apartamento es pequeño, pero ordenado a su manera: libros de psicología abiertos en la mesa, una taza con restos de café de anoche y una chaqueta de cuero colgada del respaldo de una silla. Todo huele a rutina y a electricidad. Enciende la cafetera y mientras espera, revisa su agenda. Tres clases, una tutoría y el trabajo en la biblioteca. Nada fuera de lo normal, salvo que el cielo amenaza tormenta.

    Cuando se viste, elige unos vaqueros ajustados y una camiseta negra, se maquillaría en el coche por falta de tiempo. Sencilla, pero sabe exactamente el efecto que causa: el tipo de elegancia sin esfuerzo que hace que la gente la mire dos veces. Se perfuma con un toque sutil, se coloca la chaqueta sobre los hombros y, justo antes de salir, suelta una pequeña descarga con la punta del dedo. La cerradura emite un chasquido eléctrico y se cierra automáticamente.

    —Ventajas de ser una batería humana —dice para sí, sonriendo.

    Camina por el pasillo del edificio con paso firme. Su mirada, sus gestos, todo en ella transmite una seguridad natural. Al cruzarse con el vecino del 3B, le dedica una sonrisa rápida, coqueta, apenas un segundo más de lo necesario. Él se queda mirándola, y Rachel sonríe apenas al notar el efecto.

    Fuera, el viento trae olor a lluvia. Una corriente recorre el aire, y sus dedos hormiguean.
    Ella levanta la vista al cielo gris.
    Sonrie, metiendo las manos en los bolsillos y caminando hacia la universidad, mientras el primer trueno retumba a lo lejos. Adora los dias así.
    El despertador no llega a sonar. La pantalla del móvil parpadea una, dos veces… y se apaga de golpe, chamuscada. Rachel Morgan abre un ojo, medio sonriendo. —Otra vez… —murmura con voz ronca, arrastrando las palabras entre las sábanas. Desde que empezó a tener pesadillas con exámenes, su poder tiende a desbordarse mientras duerme. Las bombillas del techo aún titilan, indecisas entre apagarse o seguir funcionando. Se levanta despacio, con ese andar relajado que siempre parece calculado. Su cuerpo despierta con energía contenida; cada movimiento suyo desprende control y una sutil sensualidad. Frente al espejo, pasa una mano por su cabello negro azabache. Va al baño, dejando tras de sí un rastro imperceptible de energía. Cuando el agua fría cae sobre su piel, siente el leve cosquilleo de la corriente intentando salir; no lo permite. Respira, se concentra, lo contiene. Control. Siempre control. Su apartamento es pequeño, pero ordenado a su manera: libros de psicología abiertos en la mesa, una taza con restos de café de anoche y una chaqueta de cuero colgada del respaldo de una silla. Todo huele a rutina y a electricidad. Enciende la cafetera y mientras espera, revisa su agenda. Tres clases, una tutoría y el trabajo en la biblioteca. Nada fuera de lo normal, salvo que el cielo amenaza tormenta. Cuando se viste, elige unos vaqueros ajustados y una camiseta negra, se maquillaría en el coche por falta de tiempo. Sencilla, pero sabe exactamente el efecto que causa: el tipo de elegancia sin esfuerzo que hace que la gente la mire dos veces. Se perfuma con un toque sutil, se coloca la chaqueta sobre los hombros y, justo antes de salir, suelta una pequeña descarga con la punta del dedo. La cerradura emite un chasquido eléctrico y se cierra automáticamente. —Ventajas de ser una batería humana —dice para sí, sonriendo. Camina por el pasillo del edificio con paso firme. Su mirada, sus gestos, todo en ella transmite una seguridad natural. Al cruzarse con el vecino del 3B, le dedica una sonrisa rápida, coqueta, apenas un segundo más de lo necesario. Él se queda mirándola, y Rachel sonríe apenas al notar el efecto. Fuera, el viento trae olor a lluvia. Una corriente recorre el aire, y sus dedos hormiguean. Ella levanta la vista al cielo gris. Sonrie, metiendo las manos en los bolsillos y caminando hacia la universidad, mientras el primer trueno retumba a lo lejos. Adora los dias así.
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  • 𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez.

    ────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja!

    Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez.

    ────¡Es un varón! ──anunció la partera.

    La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió.

    ────Hola, hola…

    Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre.

    Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa.

    ────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad.

    ────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente.

    La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba.

    ────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad.

    ────¿Quieres cargarlo?

    Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón.

    ────Hola, pequeño.

    Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento.

    Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales.

    Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella.

    A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción.

    Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo.

    Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre.

    No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir.

    Y los dioses temían a esos resultados.

    Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia.

    Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba.

    Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener.

    Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo.

    Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos.

    Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.
    𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎 🌿 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez. ────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja! Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez. ────¡Es un varón! ──anunció la partera. La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió. ────Hola, hola… Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre. Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa. ────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad. ────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente. La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba. ────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad. ────¿Quieres cargarlo? Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón. ────Hola, pequeño. Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento. Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales. Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella. A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción. Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo. Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre. No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir. Y los dioses temían a esos resultados. Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia. Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba. Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener. Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo. Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos. Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.
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  • *Ha terminado el ratejo de estudio y se ha salido al porche de la resi a ver las estrellas tumbada en la hamaca. Ventajas de tener el campus cerquita del campo, y de ser el último edificio del recinto.*
    *Ha terminado el ratejo de estudio y se ha salido al porche de la resi a ver las estrellas tumbada en la hamaca. Ventajas de tener el campus cerquita del campo, y de ser el último edificio del recinto.*
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  • Respondo un correo a nuestro nuevo cliente, ayer y hoy trabajo desde casa, no me apetece pasar por la empresa.
    Sigo vestida con el pijama, un moño desaliñado y mis gafas.
    Ventajas de trabajar desde casa puedo vestir como quiera y con total comodidad.
    Este fin de semana mis padres van a visitar a unos amigos.
    Respondo un correo a nuestro nuevo cliente, ayer y hoy trabajo desde casa, no me apetece pasar por la empresa. Sigo vestida con el pijama, un moño desaliñado y mis gafas. Ventajas de trabajar desde casa puedo vestir como quiera y con total comodidad. Este fin de semana mis padres van a visitar a unos amigos.
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  • En el mercado, a medianoche
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    [meteor_red_rhino_358]

    Victor había dispuesto aquel encuentro fuera del bar en el que solía tocar; donde se habían conocido. En la plaza cercana, en aquella fuente ahora apagada que daba algo de vida a aquella zona de la ciudad, y a los niños les daba la oportunidad de refrescarse durante el cálido día.

    Con un fino vestido, negro con detalles en verde en esa ocasión, Eleanor avanzó haciendo repiquetear sus zapatos de tacón por los adoquines. Una de las ventajas de aquella condición era no tener dolores de pies ni aun con los zapatos más incómodos. Cuando era humana sólo podía soñar con llevar algo así en suelo tan empedrado.

    Tenía todas las esperanzas de que Victor hubiera llegado antes que ella, mas no verle en el lugar le hizo girar sobre sí misma, buscándole por los alrededores, por si acaso había decidido tomar posición en otro lado.

    Por supuesto, la sola idea de que la hubiera dejado plantada no cruzaba por su cabeza. ¿Quién la dejaría a ella plantada?
    [meteor_red_rhino_358] Victor había dispuesto aquel encuentro fuera del bar en el que solía tocar; donde se habían conocido. En la plaza cercana, en aquella fuente ahora apagada que daba algo de vida a aquella zona de la ciudad, y a los niños les daba la oportunidad de refrescarse durante el cálido día. Con un fino vestido, negro con detalles en verde en esa ocasión, Eleanor avanzó haciendo repiquetear sus zapatos de tacón por los adoquines. Una de las ventajas de aquella condición era no tener dolores de pies ni aun con los zapatos más incómodos. Cuando era humana sólo podía soñar con llevar algo así en suelo tan empedrado. Tenía todas las esperanzas de que Victor hubiera llegado antes que ella, mas no verle en el lugar le hizo girar sobre sí misma, buscándole por los alrededores, por si acaso había decidido tomar posición en otro lado. Por supuesto, la sola idea de que la hubiera dejado plantada no cruzaba por su cabeza. ¿Quién la dejaría a ella plantada?
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  • : : ❲ ℰsᴄᴇɴᴀ — 𝒞ᴀɴᴏ́ɴɪᴄᴀ ❳ : :

    Seguramente habían pasado horas desde que él la dejó, desde que cruzó la puerta y se negó a regresar al espacio que compartían juntos. No le sorprendía, a decir verdad. Después de todo, sabía que él sentía que lo había abandonado hacía tiempo, aunque su intención jamás había sido esa. No guardaba esperanzas de que regresara, de que la buscara de nuevo. Ya había dejado claro que era lo que necesitaba y quería.

    Quizás tenía razón. Durante ese tiempo, sus pensamientos se dedicaron a sopesar aquellas ventajas y desventajas que tenía involucrarse en aquella guerra. Era lealtad lo que la motivaba, pero, ¿Hacía quién estaba realmente su lealtad? El vilturmita, Invencible, era su amigo... el primero que podía decir que tenía verdaderamente. Su amistad y lazo era tan genuino que incluso se había cuestionado si tenía razón Grimmjow y había algo más que ella no quisiera ver.

    Pero siempre llegaba a la misma conclusión; el rostro del peliazul se interponía, sus recuerdos y pensamientos siempre viajaban hasta él. Después de intentar por horas alejarlo de sus memorias, entendió que estaba de más intentarlo, la respuesta era clara. Grimmjow era su hogar, era lo que quería y necesitaba; podía prescindir de lo demás, pero de él nunca. Estaría dispuesta a sacrificar cualquier cosa y a cualquier persona por él. Siempre había sido él.

    Tardó un rato más en ponerse en pie. Ya lo tenía claro, abandonaría el mundo humano y renunciaría a todo, con tal de existir al lado del peliazul. Y aunque la claridad estaba por fin en su cabeza, no lo hacía menos doloroso. Él no tenía por que saberlo, no tenía por que enterarse del esfuerzo y el sacrificio que ella haría por él, así que no lo llamó. Cuando dejó de temblar, se colocó en pie, mirando al cielo nocturno una vez más. Pronto sería el único cielo que podría ver.

    Un ruido de tela desgarrándose y la cicatriz de Garganta apareció frente a ella. No era su batalla, no le incumbía del todo esa pelea, solo iría una última vez a despedirse, a darles la poca información que tenía y luego, nunca más los volvería a ver. El corazón se le encogió un poco ante esa idea, pero ya había tomado una decisión. Garganta se cerró tras ella, cuando por fin hubo entrado del todo en aquel portal.

    La luz del cielo de aquel país extraño la cegó, pero cuando por fin salió, bastó solo un momento para que pesquisa hiciera lo suyo. No estaba tan lejos. Y estaba también su compañera. Sonrió, avanzando con Sonido en su dirección; al menos podría disculparse por sus modales cuando la conoció por primera vez siendo una infante.
    : : ❲ ℰsᴄᴇɴᴀ — 𝒞ᴀɴᴏ́ɴɪᴄᴀ ❳ : : Seguramente habían pasado horas desde que él la dejó, desde que cruzó la puerta y se negó a regresar al espacio que compartían juntos. No le sorprendía, a decir verdad. Después de todo, sabía que él sentía que lo había abandonado hacía tiempo, aunque su intención jamás había sido esa. No guardaba esperanzas de que regresara, de que la buscara de nuevo. Ya había dejado claro que era lo que necesitaba y quería. Quizás tenía razón. Durante ese tiempo, sus pensamientos se dedicaron a sopesar aquellas ventajas y desventajas que tenía involucrarse en aquella guerra. Era lealtad lo que la motivaba, pero, ¿Hacía quién estaba realmente su lealtad? El vilturmita, Invencible, era su amigo... el primero que podía decir que tenía verdaderamente. Su amistad y lazo era tan genuino que incluso se había cuestionado si tenía razón Grimmjow y había algo más que ella no quisiera ver. Pero siempre llegaba a la misma conclusión; el rostro del peliazul se interponía, sus recuerdos y pensamientos siempre viajaban hasta él. Después de intentar por horas alejarlo de sus memorias, entendió que estaba de más intentarlo, la respuesta era clara. Grimmjow era su hogar, era lo que quería y necesitaba; podía prescindir de lo demás, pero de él nunca. Estaría dispuesta a sacrificar cualquier cosa y a cualquier persona por él. Siempre había sido él. Tardó un rato más en ponerse en pie. Ya lo tenía claro, abandonaría el mundo humano y renunciaría a todo, con tal de existir al lado del peliazul. Y aunque la claridad estaba por fin en su cabeza, no lo hacía menos doloroso. Él no tenía por que saberlo, no tenía por que enterarse del esfuerzo y el sacrificio que ella haría por él, así que no lo llamó. Cuando dejó de temblar, se colocó en pie, mirando al cielo nocturno una vez más. Pronto sería el único cielo que podría ver. Un ruido de tela desgarrándose y la cicatriz de Garganta apareció frente a ella. No era su batalla, no le incumbía del todo esa pelea, solo iría una última vez a despedirse, a darles la poca información que tenía y luego, nunca más los volvería a ver. El corazón se le encogió un poco ante esa idea, pero ya había tomado una decisión. Garganta se cerró tras ella, cuando por fin hubo entrado del todo en aquel portal. La luz del cielo de aquel país extraño la cegó, pero cuando por fin salió, bastó solo un momento para que pesquisa hiciera lo suyo. No estaba tan lejos. Y estaba también su compañera. Sonrió, avanzando con Sonido en su dirección; al menos podría disculparse por sus modales cuando la conoció por primera vez siendo una infante.
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  • — Ser tan rápido a veces tiene sus desventajas... No alcancé a frenar, ¡Y esa pared salió de la nada!
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  • El Bartender de La Rapsodia
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    ||Rol libre, únase el que quiera||

    El aire en La Rapsodia Carmesí vibraba con una energía palpable, una mezcla embriagadora de sudor, luces estroboscópicas carmesíes y el latido profundo de la música electrónica que Alexander mismo había compuesto. El club, escondido tras una fachada anodina en una calle lateral de Hongdae, era su santuario secreto, un lugar donde las convenciones se desvanecían y la gente se entregaba al ritmo primal.

    Esta noche, sin embargo, Alexander no estaba en la cabina del DJ ni guiando los movimientos de sus bailarines. Vestido con una camiseta negra ajustada que dejaba entrever los músculos tensos de sus brazos y un delantal de cuero oscuro, se movía con una eficiencia silenciosa detrás de la barra. Su cabello azabache, generalmente impecable, estaba ligeramente revuelto, y su intensa mirada café observaba la pista de baile como un halcón acechando a su presa.

    Fingir ser un simple bartender era una estrategia. Le permitía observar, sentir el pulso del club, identificar cualquier amenaza potencial sin levantar sospechas. Su aroma, usualmente una mezcla embriagadora de cedro y metal, estaba sutilmente reprimido, mezclándose con los efluvios de alcohol y feromonas que flotaban en el aire.

    Una joven con cabello de color fantasía y ojos delineados con glitter se acercó a la barra. Su aroma dulce y ligeramente ansioso la delataba como una Omega nerviosa.

    "Un 'Sangre de Demonio', por favor," pidió, su voz apenas audible por encima del ritmo palpitante.

    Alexander asintió con una cortesía fría y profesional, sus movimientos al preparar el cóctel eran precisos y rápidos, producto de años de disciplina militar. Mientras vertía el licor carmesí, sus sentidos agudizados captaron una conversación cerca de la entrada. Dos hombres con auras ásperas y un aroma familiar a Alfa estaban hablando en voz baja, sus miradas recorriendo el club con una intensidad que no era de simples curiosos.

    Su instinto licántropo se encendió, una punzada de alerta recorriéndole la espalda. Eran Alfas desconocidos, y su presencia en su territorio era una nota discordante en la sinfonía de la noche.

    Entregó el cóctel a la joven, sus dedos rozando brevemente los de ella. Pudo sentir una ligera descarga de excitación nerviosa, un testimonio de la energía que emanaba incluso de su fachada de bartender.

    "Aquí tienes," dijo, su voz un murmullo grave que apenas superaba la música. Sus ojos, por un instante, se encontraron con los de ella, transmitiendo una calma inusual en medio del caos.

    Mientras la Omega se alejaba hacia la pista de baile, Alexander apoyó los antebrazos en la barra, su mirada fija en los dos Alfas de la entrada. Su fachada de bartender tranquilo no reflejaba la tensión que se acumulaba bajo su piel. Su lado demoníaco disfrutaba del peligro, la anticipación del conflicto. Su lado licántropo, en cambio, sentía la necesidad de proteger su territorio, su manada de bailarines que se movían ajenos a la potencial amenaza.

    Una leve sonrisa, fría y depredadora, curvó sus labios por un instante. Fingir ser alguien que no era tenía sus ventajas. Subestimarlo sería su mayor error. La noche en La Rapsodia Carmesí aún era joven, y Alexander Wolfen estaba listo para cualquier melodía que tuviera que bailar.
    ||Rol libre, únase el que quiera|| El aire en La Rapsodia Carmesí vibraba con una energía palpable, una mezcla embriagadora de sudor, luces estroboscópicas carmesíes y el latido profundo de la música electrónica que Alexander mismo había compuesto. El club, escondido tras una fachada anodina en una calle lateral de Hongdae, era su santuario secreto, un lugar donde las convenciones se desvanecían y la gente se entregaba al ritmo primal. Esta noche, sin embargo, Alexander no estaba en la cabina del DJ ni guiando los movimientos de sus bailarines. Vestido con una camiseta negra ajustada que dejaba entrever los músculos tensos de sus brazos y un delantal de cuero oscuro, se movía con una eficiencia silenciosa detrás de la barra. Su cabello azabache, generalmente impecable, estaba ligeramente revuelto, y su intensa mirada café observaba la pista de baile como un halcón acechando a su presa. Fingir ser un simple bartender era una estrategia. Le permitía observar, sentir el pulso del club, identificar cualquier amenaza potencial sin levantar sospechas. Su aroma, usualmente una mezcla embriagadora de cedro y metal, estaba sutilmente reprimido, mezclándose con los efluvios de alcohol y feromonas que flotaban en el aire. Una joven con cabello de color fantasía y ojos delineados con glitter se acercó a la barra. Su aroma dulce y ligeramente ansioso la delataba como una Omega nerviosa. "Un 'Sangre de Demonio', por favor," pidió, su voz apenas audible por encima del ritmo palpitante. Alexander asintió con una cortesía fría y profesional, sus movimientos al preparar el cóctel eran precisos y rápidos, producto de años de disciplina militar. Mientras vertía el licor carmesí, sus sentidos agudizados captaron una conversación cerca de la entrada. Dos hombres con auras ásperas y un aroma familiar a Alfa estaban hablando en voz baja, sus miradas recorriendo el club con una intensidad que no era de simples curiosos. Su instinto licántropo se encendió, una punzada de alerta recorriéndole la espalda. Eran Alfas desconocidos, y su presencia en su territorio era una nota discordante en la sinfonía de la noche. Entregó el cóctel a la joven, sus dedos rozando brevemente los de ella. Pudo sentir una ligera descarga de excitación nerviosa, un testimonio de la energía que emanaba incluso de su fachada de bartender. "Aquí tienes," dijo, su voz un murmullo grave que apenas superaba la música. Sus ojos, por un instante, se encontraron con los de ella, transmitiendo una calma inusual en medio del caos. Mientras la Omega se alejaba hacia la pista de baile, Alexander apoyó los antebrazos en la barra, su mirada fija en los dos Alfas de la entrada. Su fachada de bartender tranquilo no reflejaba la tensión que se acumulaba bajo su piel. Su lado demoníaco disfrutaba del peligro, la anticipación del conflicto. Su lado licántropo, en cambio, sentía la necesidad de proteger su territorio, su manada de bailarines que se movían ajenos a la potencial amenaza. Una leve sonrisa, fría y depredadora, curvó sus labios por un instante. Fingir ser alguien que no era tenía sus ventajas. Subestimarlo sería su mayor error. La noche en La Rapsodia Carmesí aún era joven, y Alexander Wolfen estaba listo para cualquier melodía que tuviera que bailar.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    Tenlo en cuenta al responder.
    Ala madre las ventajas de los tanque
    https://youtube.com/shorts/FJucNOrpfgs?si=Vqi26CfX5XWuBjME
    Ala madre las ventajas de los tanque https://youtube.com/shorts/FJucNOrpfgs?si=Vqi26CfX5XWuBjME
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