Me desperté antes de que sonara la alarma. Llevaba horas mirando el techo, con los mismos pensamientos girando sin descanso. Me incorporé despacio, con ese cuidado casi automático que me quedó después del hospital, y me senté en el borde de la cama, respirando hondo. Parte de mí quería cancelar la cita, fingir que ya había aceptado lo que me dijeron la primera vez: que era demasiado arriesgado, que mi cuerpo no debía volver a pasar por eso. Pero había otra parte, la más terca, la que había sobrevivido a todo, que no estaba dispuesta a rendirse sin escuchar más opiniones.
Fui al baño y me miré al espejo durante unos segundos. No había cicatrices visibles, pero yo sabía exactamente dónde estaban. Me recogí el pelo con calma y me puse ropa cómoda, nada que apretara, nada que me hiciera sentir vulnerable. Mientras me vestía pensaba en Ángela, en cómo lo habíamos hablado tantas veces en voz baja, en la cama, en que ella sería la primera en quedarse embarazada de las dos, y yo estaría ahí, cuidándola, protegiéndola, sosteniéndola como ella lo hizo conmigo. Aun así, no podía evitar preguntarme si algún día podría ser yo también, si mi cuerpo aún era capaz de algo más que dolor.
Cuando salí del baño, Ángela ya estaba despierta, sentada contra el cabecero, observándome en silencio con esa mirada suya que siempre parece leerme incluso cuando no quiero. Me acerqué y dejé que tomara mi mano. Sentí ese anclaje inmediato, como si todo mi cuerpo recordara de golpe que no estaba sola.
—Es solo una consulta más —murmuré, más para convencerme a mí misma que a ella—. Quiero escuchar otras opiniones.
Sabía que entendía todo lo que no estaba diciendo en voz alta: el miedo a que volvieran a cerrarme la puerta, el temor a que confirmaran que ese camino quizá no sería posible para mí nunca. Aun así, se levantó sin dudar. Se vistió conmigo, a mi lado, como si no existiera la opción de no acompañarme.
Durante el trayecto apenas hablamos. Yo miraba por la ventana y pensaba en futuros posibles: en uno donde la veía embarazada, cansada pero feliz, con la mano apoyada en su vientre; y en otro más lejano, más incierto, donde quizá fuera yo la que sintiera ese peso, esa vida creciendo dentro. Apreté un poco más fuerte su mano cuando aparcamos frente al centro médico.
No sabía qué me iban a decir esta vez. Tal vez lo mismo. Tal vez algo distinto. Pero había aprendido que rendirme sin luchar no era una opción.
Angela Di Trapani Me desperté antes de que sonara la alarma. Llevaba horas mirando el techo, con los mismos pensamientos girando sin descanso. Me incorporé despacio, con ese cuidado casi automático que me quedó después del hospital, y me senté en el borde de la cama, respirando hondo. Parte de mí quería cancelar la cita, fingir que ya había aceptado lo que me dijeron la primera vez: que era demasiado arriesgado, que mi cuerpo no debía volver a pasar por eso. Pero había otra parte, la más terca, la que había sobrevivido a todo, que no estaba dispuesta a rendirse sin escuchar más opiniones.
Fui al baño y me miré al espejo durante unos segundos. No había cicatrices visibles, pero yo sabía exactamente dónde estaban. Me recogí el pelo con calma y me puse ropa cómoda, nada que apretara, nada que me hiciera sentir vulnerable. Mientras me vestía pensaba en Ángela, en cómo lo habíamos hablado tantas veces en voz baja, en la cama, en que ella sería la primera en quedarse embarazada de las dos, y yo estaría ahí, cuidándola, protegiéndola, sosteniéndola como ella lo hizo conmigo. Aun así, no podía evitar preguntarme si algún día podría ser yo también, si mi cuerpo aún era capaz de algo más que dolor.
Cuando salí del baño, Ángela ya estaba despierta, sentada contra el cabecero, observándome en silencio con esa mirada suya que siempre parece leerme incluso cuando no quiero. Me acerqué y dejé que tomara mi mano. Sentí ese anclaje inmediato, como si todo mi cuerpo recordara de golpe que no estaba sola.
—Es solo una consulta más —murmuré, más para convencerme a mí misma que a ella—. Quiero escuchar otras opiniones.
Sabía que entendía todo lo que no estaba diciendo en voz alta: el miedo a que volvieran a cerrarme la puerta, el temor a que confirmaran que ese camino quizá no sería posible para mí nunca. Aun así, se levantó sin dudar. Se vistió conmigo, a mi lado, como si no existiera la opción de no acompañarme.
Durante el trayecto apenas hablamos. Yo miraba por la ventana y pensaba en futuros posibles: en uno donde la veía embarazada, cansada pero feliz, con la mano apoyada en su vientre; y en otro más lejano, más incierto, donde quizá fuera yo la que sintiera ese peso, esa vida creciendo dentro. Apreté un poco más fuerte su mano cuando aparcamos frente al centro médico.
No sabía qué me iban a decir esta vez. Tal vez lo mismo. Tal vez algo distinto. Pero había aprendido que rendirme sin luchar no era una opción.
[haze_orange_shark_766]