El despertador no llega a sonar. La pantalla del móvil parpadea una, dos veces… y se apaga de golpe, chamuscada.
Rachel Morgan abre un ojo, medio sonriendo.
—Otra vez… —murmura con voz ronca, arrastrando las palabras entre las sábanas.
Desde que empezó a tener pesadillas con exámenes, su poder tiende a desbordarse mientras duerme. Las bombillas del techo aún titilan, indecisas entre apagarse o seguir funcionando.
Se levanta despacio, con ese andar relajado que siempre parece calculado. Su cuerpo despierta con energía contenida; cada movimiento suyo desprende control y una sutil sensualidad. Frente al espejo, pasa una mano por su cabello negro azabache.
Va al baño, dejando tras de sí un rastro imperceptible de energía. Cuando el agua fría cae sobre su piel, siente el leve cosquilleo de la corriente intentando salir; no lo permite. Respira, se concentra, lo contiene. Control. Siempre control.
Su apartamento es pequeño, pero ordenado a su manera: libros de psicología abiertos en la mesa, una taza con restos de café de anoche y una chaqueta de cuero colgada del respaldo de una silla. Todo huele a rutina y a electricidad. Enciende la cafetera y mientras espera, revisa su agenda. Tres clases, una tutoría y el trabajo en la biblioteca. Nada fuera de lo normal, salvo que el cielo amenaza tormenta.
Cuando se viste, elige unos vaqueros ajustados y una camiseta negra, se maquillaría en el coche por falta de tiempo. Sencilla, pero sabe exactamente el efecto que causa: el tipo de elegancia sin esfuerzo que hace que la gente la mire dos veces. Se perfuma con un toque sutil, se coloca la chaqueta sobre los hombros y, justo antes de salir, suelta una pequeña descarga con la punta del dedo. La cerradura emite un chasquido eléctrico y se cierra automáticamente.
—Ventajas de ser una batería humana —dice para sí, sonriendo.
Camina por el pasillo del edificio con paso firme. Su mirada, sus gestos, todo en ella transmite una seguridad natural. Al cruzarse con el vecino del 3B, le dedica una sonrisa rápida, coqueta, apenas un segundo más de lo necesario. Él se queda mirándola, y Rachel sonríe apenas al notar el efecto.
Fuera, el viento trae olor a lluvia. Una corriente recorre el aire, y sus dedos hormiguean.
Ella levanta la vista al cielo gris.
Sonrie, metiendo las manos en los bolsillos y caminando hacia la universidad, mientras el primer trueno retumba a lo lejos. Adora los dias así.
Rachel Morgan abre un ojo, medio sonriendo.
—Otra vez… —murmura con voz ronca, arrastrando las palabras entre las sábanas.
Desde que empezó a tener pesadillas con exámenes, su poder tiende a desbordarse mientras duerme. Las bombillas del techo aún titilan, indecisas entre apagarse o seguir funcionando.
Se levanta despacio, con ese andar relajado que siempre parece calculado. Su cuerpo despierta con energía contenida; cada movimiento suyo desprende control y una sutil sensualidad. Frente al espejo, pasa una mano por su cabello negro azabache.
Va al baño, dejando tras de sí un rastro imperceptible de energía. Cuando el agua fría cae sobre su piel, siente el leve cosquilleo de la corriente intentando salir; no lo permite. Respira, se concentra, lo contiene. Control. Siempre control.
Su apartamento es pequeño, pero ordenado a su manera: libros de psicología abiertos en la mesa, una taza con restos de café de anoche y una chaqueta de cuero colgada del respaldo de una silla. Todo huele a rutina y a electricidad. Enciende la cafetera y mientras espera, revisa su agenda. Tres clases, una tutoría y el trabajo en la biblioteca. Nada fuera de lo normal, salvo que el cielo amenaza tormenta.
Cuando se viste, elige unos vaqueros ajustados y una camiseta negra, se maquillaría en el coche por falta de tiempo. Sencilla, pero sabe exactamente el efecto que causa: el tipo de elegancia sin esfuerzo que hace que la gente la mire dos veces. Se perfuma con un toque sutil, se coloca la chaqueta sobre los hombros y, justo antes de salir, suelta una pequeña descarga con la punta del dedo. La cerradura emite un chasquido eléctrico y se cierra automáticamente.
—Ventajas de ser una batería humana —dice para sí, sonriendo.
Camina por el pasillo del edificio con paso firme. Su mirada, sus gestos, todo en ella transmite una seguridad natural. Al cruzarse con el vecino del 3B, le dedica una sonrisa rápida, coqueta, apenas un segundo más de lo necesario. Él se queda mirándola, y Rachel sonríe apenas al notar el efecto.
Fuera, el viento trae olor a lluvia. Una corriente recorre el aire, y sus dedos hormiguean.
Ella levanta la vista al cielo gris.
Sonrie, metiendo las manos en los bolsillos y caminando hacia la universidad, mientras el primer trueno retumba a lo lejos. Adora los dias así.
El despertador no llega a sonar. La pantalla del móvil parpadea una, dos veces… y se apaga de golpe, chamuscada.
Rachel Morgan abre un ojo, medio sonriendo.
—Otra vez… —murmura con voz ronca, arrastrando las palabras entre las sábanas.
Desde que empezó a tener pesadillas con exámenes, su poder tiende a desbordarse mientras duerme. Las bombillas del techo aún titilan, indecisas entre apagarse o seguir funcionando.
Se levanta despacio, con ese andar relajado que siempre parece calculado. Su cuerpo despierta con energía contenida; cada movimiento suyo desprende control y una sutil sensualidad. Frente al espejo, pasa una mano por su cabello negro azabache.
Va al baño, dejando tras de sí un rastro imperceptible de energía. Cuando el agua fría cae sobre su piel, siente el leve cosquilleo de la corriente intentando salir; no lo permite. Respira, se concentra, lo contiene. Control. Siempre control.
Su apartamento es pequeño, pero ordenado a su manera: libros de psicología abiertos en la mesa, una taza con restos de café de anoche y una chaqueta de cuero colgada del respaldo de una silla. Todo huele a rutina y a electricidad. Enciende la cafetera y mientras espera, revisa su agenda. Tres clases, una tutoría y el trabajo en la biblioteca. Nada fuera de lo normal, salvo que el cielo amenaza tormenta.
Cuando se viste, elige unos vaqueros ajustados y una camiseta negra, se maquillaría en el coche por falta de tiempo. Sencilla, pero sabe exactamente el efecto que causa: el tipo de elegancia sin esfuerzo que hace que la gente la mire dos veces. Se perfuma con un toque sutil, se coloca la chaqueta sobre los hombros y, justo antes de salir, suelta una pequeña descarga con la punta del dedo. La cerradura emite un chasquido eléctrico y se cierra automáticamente.
—Ventajas de ser una batería humana —dice para sí, sonriendo.
Camina por el pasillo del edificio con paso firme. Su mirada, sus gestos, todo en ella transmite una seguridad natural. Al cruzarse con el vecino del 3B, le dedica una sonrisa rápida, coqueta, apenas un segundo más de lo necesario. Él se queda mirándola, y Rachel sonríe apenas al notar el efecto.
Fuera, el viento trae olor a lluvia. Una corriente recorre el aire, y sus dedos hormiguean.
Ella levanta la vista al cielo gris.
Sonrie, metiendo las manos en los bolsillos y caminando hacia la universidad, mientras el primer trueno retumba a lo lejos. Adora los dias así.
