La zorra dio a luz a sus cachorros, fuertes y sanos. Sus pelajes, de un naranja con vetas rojas de fuego, reflejaban los colores mismos de la tierra.
Pero aún faltaba uno más… Este se resistía a salir, y parecía que aquello tendría un triste final.
Inari, testigo de la escena, descendió de los cielos bajando por una escalera dorada que aparecía y se desvanecía con cada paso. Sin importar la suciedad del suelo —incluidos los desechos del nacimiento—, la diosa se arrodilló a su lado.
Acarició a la exhausta zorra, desde la cabeza hasta el vientre aún abultado. El animal la miró con súplica en los ojos, como si comprendiera por instinto quién era aquella presencia divina.
—Te concederé la gracia de la vida. Bendeciré a tu hijo, con la condición de que también será mío. Será reclamado, su futuro sellado, su cometido sagrado —dijo la diosa con una voz que sonaba como un eco lejano.
Su mano se iluminó, posándose sobre el vientre de la madre. Entonces, las fuerzas que le faltaban a la zorra regresaron, como el agua que el desierto reclama.
El último de sus hijos nació. Era más pequeño, más frágil. Y su pelaje… el blanco plateado de este rivalizaba con el brillo de la luna llena de aquella noche. Su madre lamió su rostro, y él abrió los ojos: azules, como el zafiro; intensos, profundos. Aquella mirada evocaba que se trataba de algo sagrado.
El kami Inari se desvaneció en un suspiro, como si el aire mismo se hubiera contenido en su presencia. El sonido nocturno regresó junto con la oscuridad, pero aquellos ojos azules tenían brillo propio: dos diminutos faros que guiaban en la noche.
Pero aún faltaba uno más… Este se resistía a salir, y parecía que aquello tendría un triste final.
Inari, testigo de la escena, descendió de los cielos bajando por una escalera dorada que aparecía y se desvanecía con cada paso. Sin importar la suciedad del suelo —incluidos los desechos del nacimiento—, la diosa se arrodilló a su lado.
Acarició a la exhausta zorra, desde la cabeza hasta el vientre aún abultado. El animal la miró con súplica en los ojos, como si comprendiera por instinto quién era aquella presencia divina.
—Te concederé la gracia de la vida. Bendeciré a tu hijo, con la condición de que también será mío. Será reclamado, su futuro sellado, su cometido sagrado —dijo la diosa con una voz que sonaba como un eco lejano.
Su mano se iluminó, posándose sobre el vientre de la madre. Entonces, las fuerzas que le faltaban a la zorra regresaron, como el agua que el desierto reclama.
El último de sus hijos nació. Era más pequeño, más frágil. Y su pelaje… el blanco plateado de este rivalizaba con el brillo de la luna llena de aquella noche. Su madre lamió su rostro, y él abrió los ojos: azules, como el zafiro; intensos, profundos. Aquella mirada evocaba que se trataba de algo sagrado.
El kami Inari se desvaneció en un suspiro, como si el aire mismo se hubiera contenido en su presencia. El sonido nocturno regresó junto con la oscuridad, pero aquellos ojos azules tenían brillo propio: dos diminutos faros que guiaban en la noche.
La zorra dio a luz a sus cachorros, fuertes y sanos. Sus pelajes, de un naranja con vetas rojas de fuego, reflejaban los colores mismos de la tierra.
Pero aún faltaba uno más… Este se resistía a salir, y parecía que aquello tendría un triste final.
Inari, testigo de la escena, descendió de los cielos bajando por una escalera dorada que aparecía y se desvanecía con cada paso. Sin importar la suciedad del suelo —incluidos los desechos del nacimiento—, la diosa se arrodilló a su lado.
Acarició a la exhausta zorra, desde la cabeza hasta el vientre aún abultado. El animal la miró con súplica en los ojos, como si comprendiera por instinto quién era aquella presencia divina.
—Te concederé la gracia de la vida. Bendeciré a tu hijo, con la condición de que también será mío. Será reclamado, su futuro sellado, su cometido sagrado —dijo la diosa con una voz que sonaba como un eco lejano.
Su mano se iluminó, posándose sobre el vientre de la madre. Entonces, las fuerzas que le faltaban a la zorra regresaron, como el agua que el desierto reclama.
El último de sus hijos nació. Era más pequeño, más frágil. Y su pelaje… el blanco plateado de este rivalizaba con el brillo de la luna llena de aquella noche. Su madre lamió su rostro, y él abrió los ojos: azules, como el zafiro; intensos, profundos. Aquella mirada evocaba que se trataba de algo sagrado.
El kami Inari se desvaneció en un suspiro, como si el aire mismo se hubiera contenido en su presencia. El sonido nocturno regresó junto con la oscuridad, pero aquellos ojos azules tenían brillo propio: dos diminutos faros que guiaban en la noche.


