Barcelona.
El tren desde el aeropuerto va medio vacío. Me siento del lado de la ventana, como siempre, y dejo que el traqueteo me adormezca un poco. La ciudad pasa rápida al otro lado del cristal, pero mi cabeza sigue lejos. En lo mismo de siempre: si llego tarde, si está más delgada, si va a notar que estoy peor, si la medicación sigue funcionando.
Revisé cinco veces la dirección de la residencia antes de subir al taxi. Es la misma de siempre, pero cuando estoy nerviosa, desconfío de todo.
Llego. No hay nadie en la puerta. Toco el timbre. La recepcionista me mira y asiente con la cabeza, ya me tiene fichada.
—Está despierta. Pero hoy ha estado algo cansada —dice bajito.
No respondo. Solo asiento, trago saliva, y camino por el pasillo sin prisa. Me sé el número de la habitación de memoria, pero esta vez no acelero. Me doy unos segundos más.
La puerta está entornada. La empujo con suavidad.
—Mamá…
Está sentada en el sillón junto a la ventana, envuelta en esa manta de cuadros que le regalé hace dos inviernos. Mira hacia afuera, pero gira al oír mi voz.
—Cloe…
No dice nada más. No hace falta.
Camino hasta ella, me agacho a su lado y le tomo la mano. Está tibia. La suya siempre está tibia, aunque yo venga helada de fuera.
—¿Cómo estás?
—Mejor ahora —responde.
Y me lo creo. O quiero creérmelo al menos.
La abrazo. Huele igual. A lavanda y crema hidratante.
Y por primera vez en meses, no tengo prisa. No hay mails, ni sesiones, ni facturas pendientes. Solo ella y yo.
Barcelona.
El tren desde el aeropuerto va medio vacío. Me siento del lado de la ventana, como siempre, y dejo que el traqueteo me adormezca un poco. La ciudad pasa rápida al otro lado del cristal, pero mi cabeza sigue lejos. En lo mismo de siempre: si llego tarde, si está más delgada, si va a notar que estoy peor, si la medicación sigue funcionando.
Revisé cinco veces la dirección de la residencia antes de subir al taxi. Es la misma de siempre, pero cuando estoy nerviosa, desconfío de todo.
Llego. No hay nadie en la puerta. Toco el timbre. La recepcionista me mira y asiente con la cabeza, ya me tiene fichada.
—Está despierta. Pero hoy ha estado algo cansada —dice bajito.
No respondo. Solo asiento, trago saliva, y camino por el pasillo sin prisa. Me sé el número de la habitación de memoria, pero esta vez no acelero. Me doy unos segundos más.
La puerta está entornada. La empujo con suavidad.
—Mamá…
Está sentada en el sillón junto a la ventana, envuelta en esa manta de cuadros que le regalé hace dos inviernos. Mira hacia afuera, pero gira al oír mi voz.
—Cloe…
No dice nada más. No hace falta.
Camino hasta ella, me agacho a su lado y le tomo la mano. Está tibia. La suya siempre está tibia, aunque yo venga helada de fuera.
—¿Cómo estás?
—Mejor ahora —responde.
Y me lo creo. O quiero creérmelo al menos.
La abrazo. Huele igual. A lavanda y crema hidratante.
Y por primera vez en meses, no tengo prisa. No hay mails, ni sesiones, ni facturas pendientes. Solo ella y yo.