Kaori observaba el mundo como quien ve una herida supurar sin remedio.
Le costaba recordar en qué punto exacto la humanidad dejó de evolucionar y empezó a pudrirse desde dentro. Quizás nunca fue distinto —solo que ahora lo disfrazaban peor.
Para ella, la decadencia no era un apocalipsis ruidoso.
Era un desfile constante de gente hueca, sonriendo con dientes blanqueados mientras sus almas se llenaban de moho.
Hablaban de conciencia social con la misma boca que escupía prejuicios.
Compartían frases profundas que no entendían, solo porque venían en tipografía bonita.
Vivían rápido, morían despacio… y pensaban aún menos.
Kaori no odiaba a la humanidad.
Eso implicaría haber tenido fe en ella alguna vez.
Lo que sentía era un hastío seco, como polvo en la garganta.
Cada día confirmaba lo que ya sabía:
el ser humano no necesitaba monstruos ni castigos divinos.
Era su propia plaga.
Y le fascinaba hundirse.
Le costaba recordar en qué punto exacto la humanidad dejó de evolucionar y empezó a pudrirse desde dentro. Quizás nunca fue distinto —solo que ahora lo disfrazaban peor.
Para ella, la decadencia no era un apocalipsis ruidoso.
Era un desfile constante de gente hueca, sonriendo con dientes blanqueados mientras sus almas se llenaban de moho.
Hablaban de conciencia social con la misma boca que escupía prejuicios.
Compartían frases profundas que no entendían, solo porque venían en tipografía bonita.
Vivían rápido, morían despacio… y pensaban aún menos.
Kaori no odiaba a la humanidad.
Eso implicaría haber tenido fe en ella alguna vez.
Lo que sentía era un hastío seco, como polvo en la garganta.
Cada día confirmaba lo que ya sabía:
el ser humano no necesitaba monstruos ni castigos divinos.
Era su propia plaga.
Y le fascinaba hundirse.
Kaori observaba el mundo como quien ve una herida supurar sin remedio.
Le costaba recordar en qué punto exacto la humanidad dejó de evolucionar y empezó a pudrirse desde dentro. Quizás nunca fue distinto —solo que ahora lo disfrazaban peor.
Para ella, la decadencia no era un apocalipsis ruidoso.
Era un desfile constante de gente hueca, sonriendo con dientes blanqueados mientras sus almas se llenaban de moho.
Hablaban de conciencia social con la misma boca que escupía prejuicios.
Compartían frases profundas que no entendían, solo porque venían en tipografía bonita.
Vivían rápido, morían despacio… y pensaban aún menos.
Kaori no odiaba a la humanidad.
Eso implicaría haber tenido fe en ella alguna vez.
Lo que sentía era un hastío seco, como polvo en la garganta.
Cada día confirmaba lo que ya sabía:
el ser humano no necesitaba monstruos ni castigos divinos.
Era su propia plaga.
Y le fascinaba hundirse.
