Hay una edad en la que uno no entiende lo que sucede, pero igual lo siente.
La ausencia tiene sonido.
Es el del reloj que sigue girando aunque nadie llegue.
Es la puerta que no se abre.
Es el té que se enfría en la mesa… por costumbre.
Mi padre se llamaba Zhao Feng Wang.
Su nombre significaba el filo del linaje, y eso era exactamente lo que representaba.
Un estratega silencioso dentro de una de las redes mafiosas más antiguas del sur de China.
No era un hombre cruel.
Era metódico. Preciso.
Sabía mover piezas sin que se notara.
Y también sabía leer cosas que otros no veían.
Cuando nací, ya estaba buscando formas de vincular el poder terrenal con el espiritual.
Decían que estaba obsesionado con invocar una forma superior de control.
No a través de armas, sino de antiguos rituales de posesión y dominio.
Lo llamaban loco… hasta que desapareció.
Tenía 44 años.
Yo tenía 9.
Nunca encontraron su cuerpo.
Solo el altar que había preparado y las marcas en el suelo.
Marcas que mi madre me prohibió repetir jamás.
Ella se llamaba Mi-yeon Seong.
Coreana. Historiadora ritual.
Sabía demasiado.
Pero hablaba poco.
Nunca intentó ocultarme quiénes éramos… pero sí intentó protegerme de lo que podíamos llegar a ser.
La noche que murió, yo estaba con ella.
Tenía 13 años.
Recuerdo los pasos.
La puerta forzada.
Los ojos de los hombres que venían por algo más que objetos.
Venían por mí.
Ella no dudó.
No gritó.
No corrió.
Solo se interpuso.
Y los detuvo con un sello que aún hoy no puedo olvidar.
Uno que quemó en el aire con sangre y aliento.
Lo último que vi de ella fue su espalda…
y cómo se desvanecía de pie, como si el conjuro la reclamara a cambio de mi vida.
Yo no moví un músculo.
No por cobardía, sino porque ella me enseñó que, a veces, el silencio era la única defensa que nos quedaba.
Desde entonces, crecí entre el eco de ambos.
De un padre que cruzó un límite del que no pudo regresar.
Y de una madre que lo enfrentó… para que yo sí pudiera hacerlo.
No lo escribo para dar lástima.
Lo escribo porque cada vez que alguien me pregunta por qué soy tan callado, o por qué no me entrego rápido a la confianza…
Pienso que es más sencillo dejarlo aquí, flotando.
Que quien lo lea, lo sepa.
Y quien no, que siga sin saber.
𝐃𝐞𝐬𝐩𝐮é𝐬 𝐝𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨, 𝐲𝐨 𝐧𝐨 𝐯𝐢𝐧𝐞 𝐚𝐥 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐫𝐦𝐞 𝐞𝐧𝐭𝐞𝐧𝐝𝐞𝐫.
𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐬𝐢 𝐚𝐥𝐠𝐮𝐢𝐞𝐧 𝐥𝐨𝐠𝐫𝐚 𝐞𝐬𝐜𝐮𝐜𝐡𝐚𝐫…
𝐞𝐥 𝐞𝐜𝐨 𝐬𝐢𝐠𝐮𝐞 𝐚𝐪𝐮í.