Thanatos había caminado por la eternidad, siempre cumpliendo su destino con la precisión implacable de quien no cuestiona su propósito. Él no juzgaba, no vacilaba, no lamentaba. Su toque era definitivo, su presencia inevitable. Desde el principio de los tiempos, todos los caminos terminaban en él. Pero aquella noche, en un rincón olvidado del mundo, encontró algo que lo hizo detenerse.

No era un rey en su lecho dorado, ni un guerrero caído en batalla. Era una anciana. Frágil en apariencia, pero con una luz en los ojos que no se apagaba. Celeste.

Thanatos la observó en silencio. No era la primera vez que la veía. Había estado presente cuando perdió a su esposo, cuando sostuvo la mano de su hijo moribundo, cuando enterró a sus amigos uno a uno. En cada despedida, él había sido una sombra silenciosa en su vida. Y sin embargo, nunca la vio temerle.

—Te esperaba —dijo ella, con una sonrisa tan serena que perturbó al propio dios de la muerte.

Thanatos frunció el ceño. Nadie lo esperaba. A nadie le alegraba verlo. Su existencia era la última página, la última exhalación, el último susurro. Pero ella… ella lo recibía como a un viejo amigo.

—¿No deseas más tiempo? —preguntó.

Celeste sacudió la cabeza con ternura.

—He vivido, Thanatos. He amado, he reído, he perdido y he encontrado sentido en cada despedida. Si la muerte viene, la abrazo como abracé la vida.

Thanatos sintió algo extraño en su esencia. ¿Cómo podía alguien acogerlo sin resistencia? En su silencio, él comprendió algo nuevo: Celeste no se rendía ante la muerte. La aceptaba. No como derrota, sino como continuación.

Aquella noche, por primera vez, Thanatos dudó. Se sentó junto a ella, escuchó sus historias, la vio cerrar los ojos con la paz de quien ha vivido sin remordimientos. Y cuando llegó el momento, Celeste no esperó su toque. Partió por sí misma, con una sonrisa aún en su rostro.

Thanatos no la reclamó. La vio irse y, por primera vez en su existencia, la muerte se rindió.

Desde entonces, dicen que, en ciertas noches, cuando la muerte llega, no siempre toma. A veces, simplemente observa. Y aprende.

Pero esa noche en particular, Thanatos no se marchó de inmediato. En lugar de ello, permaneció sentado en el mismo lugar, mirando el vacío que Celeste había dejado tras de sí. Algo en su esencia había cambiado, aunque no podía definirlo. No era arrepentimiento ni pérdida, porque él no conocía esas emociones. Era otra cosa: una especie de revelación silenciosa.

Por siglos había creído que su función era absoluta, que el fin siempre llegaba cuando él lo decretaba. Pero Celeste le había demostrado que no siempre era así. Ella no había sido arrebatada. No había sido vencida. Había elegido partir. Como si la vida y la muerte fueran parte de la misma danza, y ella hubiera sabido el momento exacto en que dar el último paso.

¿Sería posible que existieran más como ella? ¿Almas que no temieran su llegada, sino que la aceptaran con la misma dignidad con la que habían abrazado la vida?

Thanatos se puso de pie. Por primera vez en su existencia, sintió curiosidad. No por el fin, sino por el camino.

Y dicen que, desde aquella noche, hay lugares donde la muerte no viene a tomar, sino a escuchar. En ciertos rincones del mundo, cuando la última hora llega, los moribundos no ven una sombra aterradora, sino una presencia silenciosa que los contempla con respeto.

Porque la muerte, aquella que nunca había dudado, aquella que nunca había cedido, había aprendido algo nuevo.

Había aprendido a rendirse ante quienes no temían partir.