En lo más alto del monte Cáucaso, donde el viento corta como cuchillas y la soledad pesa como cadenas, Prometeo yacía encadenado a la roca, condenado por los dioses a un castigo eterno. Sí, aquel titán al que le devoraban el hígado y se regeneraba cada día.
Su cuerpo estaba roto, pero su espíritu seguía ardiendo con la misma llama que había robado para los hombres.
Una noche distinta, mientras la luna parecía un espejo roto entre las nubes, el aire cambió. El silencio fue reemplazado por un susurro suave, como una brisa que arrastra sueños olvidados. De entre las sombras surgió una figura envuelta en un manto de niebla y estrellas: Morfeo, el dios de los sueños.
—Prometeo —dijo con voz de seda y eco.
—Tú que diste a los hombres el fuego, tú que conoces el precio de la rebelión, necesito de ti algo que jamás he pedido a nadie.
Prometeo alzó la mirada, sus ojos cargados de siglos de sufrimiento, pero aún brillando con desafío.
—¿Qué busca el tejedor de sueños en un condenado? — preguntó Prometeo.
Morfeo se acercó al encadenado, flotando más que caminando, sus pies apenas tocaban la tierra.
—Quiero que me hagas humano. —afirmó, seguro de lo que decía.
Prometeo no rió, pero una chispa de ironía bailó en su mirada.
—¿Un dios queriendo caer? Es al revés de cómo suele ser la historia. — contestó con una risa burlona.
Morfeo lo observaba sin expresar sentimiento alguno.
—He habitado la mente de millones, he tejido sus anhelos, sus pesadillas, sus más íntimos deseos. Pero hay cosas que no entiendo de ellos.
El titán guardó silencio. Por un momento, los gritos de su dolor parecieron distantes, como si el tiempo mismo contuviera la respiración.
— Ser humano es una maldición tanto como un regalo. El fuego que les di los hizo grandes, pero también los condenó a la incertidumbre, al miedo, al arrepentimiento. — advirtió Prometeo.
—Y aun así, viven —interrumpió Morfeo al titán. —. Caen, lloran, y siguen soñando. Eso... eso es lo que deseo —
Prometeo cerró los ojos. Por un instante, recordó la primera chispa en manos humanas, el primer hogar iluminado, el primer canto junto al fuego.
—No puedo convertirte en humano, pero puedo darte algo mejor: un instante. Sentirás, sufrirás, amarás y dejarás ir.
—¿Un instante? — preguntó Morfeo.
Prometeo asintió, y con su voluntad inquebrantable, hizo lo que los dioses jamás imaginaron: extrajo una hebra del fuego eterno y la mezcló con un fragmento del sueño más puro del señor de los sueños y se lo entregó a Morfeo en sus manos.
— Toma, úsalo con sabiduría. Cuando duermas y despiertes, serás con ellos. Es temporal, pero te advierto, que al igual que ellos serás también un mortal, así que ten cuidado.
Morfeo, agradecido, escuchó el consejo y sin nada más que decir, se marchó a su reino.