“Los sellos fueron puestos para mantenerlos alejados.
Pero los sellos también pueden romperse desde adentro.”

Hace siglos aunque nadie recuerda cuántos, los sellos que separaban el Pandemonium del plano terrenal comenzaron a debilitarse. No fue un accidente, ni un fallo en el tejido espiritual: fue un acto deliberado. Desde dentro.

Los grandes señores Oni, arcontes del caos y del sufrimiento, decidieron que el mundo de los vivos estaba maduro para ser desgarrado. “La carne de los humanos fermenta con miedo”, dijo uno de ellos, “es tiempo de cosecha.”

Los espíritus oscuros, bajo formas dispares, como onis, espectros, sombras parlantes, gusanos de ojos rojos comenzaron a filtrarse por grietas sagradas, antiguos caminos olvidados, pozos de deseo y templos abandonados.

El Oni Azul, cuyo nombre es ahora tabú, fue uno de los primeros en cruzar. No era un general, pero sí un símbolo: una tormenta vestida de carne. Su cuerpo no tenía cicatrices porque todo lo que lo tocaba, moría antes de herirlo.

A diferencia de los onis rojos, quienes rugían por sangre y se lanzaban sin razón, él calculaba, y reía. No porque disfrutara, sino porque todo le resultaba absurdo. En su mente, la guerra era inevitable. Él sólo era su herramienta más afilada.

La invasión tuvo su porqué: los humanos empezaban a alejarse del espíritu. Las guerras, los deseos, el olvido de los ancestros, la negación de lo sagrado... todo abría grietas entre mundos.

El Pandemonium lo supo. Y temió que si los humanos olvidaban, los espíritus también dejarían de existir.

Así que decidieron volver.

Pero no para salvar.
Para recordarse a sí mismos.
Y para arrastrar consigo el mundo de los vivos.

"Si no recuerdan nuestros nombres, tallaremos cada uno en sus huesos."

Esa fue la declaración.
Y así comenzó la Guerra del Sello.

A él lo enviaron al distrito de Tottori, al oeste del Japón, una región montañosa y aislada, cargada de antiguas líneas espirituales que unían los pueblos con lo invisible. Durante semanas, él arrasó aldeas enteras sin pronunciar palabra. Las casas ardían. Las estatuas de piedra lloraban sangre. Los perros desaparecían antes del primer grito.

En ese entonces, no usaba armas. Sus dedos eran lanzas. Sus puños, campanas de muerte. Su voz, un retumbar que hacía estallar los corazones débiles. Y cuando estaba tranquilo, liberaba esferas de energía espiritual desde sus palmas, del tamaño de una calabaza, que fulminaban todo lo que tocaban en un fulgor azul pálido.

Un día, sin embargo, llegó a un lugar donde no hubo resistencia. Ni templos. Ni monjes. Solo una casa semihundida entre la maleza, y una niña.

La niña no tenía nombre. Solo ojos hinchados y manos pequeñas. Estaba sentada al lado de lo que alguna vez fue su madre. No gritó. No huyó.

Ella lo miró. Y preguntó.

“¿Tú también sufres, como yo?”

No hubo eco. Solo silencio.

Y por primera vez, él titubeó.
Por una razón que ni su carne ni su alma pudieron entender, esa frase lo atravesó como ninguna espada lo había hecho.

Y entonces lo sintió.

El peso.
De cada aldea.
De cada cadáver.
De cada niño que no preguntó.

“¿Tú también sufres?”

La pregunta no era para él.
Era él.

Aquella noche, el Oni Azul no mató.
Ni destruyó.
Ni volvió al Pandemonium.

Se escondió.

Fue declarado traidor por los suyos. Algunos dijeron que había sido seducido por la pureza humana. Otros que su alma se había corrompido de compasión, el peor de los pecados entre demonios.

Los clanes rojos querían ejecutarlo.
Los arcontes querían devorarlo.

Pero uno más poderoso que todos, un anciano conocido solo como El Padre de la Ira, lo condenó a algo peor:

“Encerradlo en una vasija, para que su conciencia le sea prisión, y el silencio su única compañía. Que viva mil años sin un nombre, sin recuerdo, sin perdón.”

Y así fue.

Lo sellaron en una antigua jarra ceremonial, usada para contener fuegos de festivales. Los monjes humanos, sin saber quién encerraban, lo enterraron bajo un templo en ruinas. Nadie volvió a mencionarlo.

Su nombre, demoníaco e impronunciable, fue cortado de la memoria del Pandemonium. Su rostro olvidado. Su historia borrada. Solo una cosa quedó viva dentro de la jarra: Esa voz...

“¿Tú también sufres, como yo?”