La noche ya había extendido su manto sobre Tamriel, y la luna, tímida aún, apenas asomaba desde su escondite para bañar con su pálida luz los senderos olvidados por el tiempo. En las afueras de una aldea perdida entre los densos bosques, a apenas una hora de camino de la capital imperial, Cyrodiil, Kari corría con el corazón latiéndole a destiempo. Su turno en la taberna ya debía haber comenzado, y ella no estaba allí. El fuego, caprichoso como siempre, le había hecho perder tiempo valioso, ahora no había más pensamiento en su mente que llegar antes de que su paga sufriera las consecuencias.

Cuando por fin cruzó las puertas, la voz del tabernero retumbó como un martillo en su espalda:

—Llegas tarde, Kari. Dos monedas de oro menos de tus propinas.

Ella solo suspiró con resignación. No tenía tiempo para discutir, apretando los labios, se dirigió a sus labores, intentando dejar atrás la bronca.

Todo parecía transcurrir como de costumbre. Risas, gritos, canciones ebrias y brindis. Hasta que un soplo helado, casi imperceptible al principio, comenzó a filtrarse entre las paredes de madera. No era un frío común, era uno que no venía del clima, sino de algo más profundo, como si el tiempo mismo sintiera temor... Era la señal de que su amo caminaba entre los mortales… y no estaba equivocado.

Allá, en lo alto de la montaña, una sombra alada cruzaba los cielos. La silueta dracónica descendió en un solo movimiento majestuoso, envuelta en un viento que parecía huirle, hasta que al tocar tierra, su forma se deshizo para revelar a un hombre. Alto, de mirada encendida como las brasas del fin del mundo, con una presencia tan antigua y temida que el aire parecía cortarse en su paso.

Alduin, el Devorador de Mundos, había escuchado los susurros entre los daedra. Decían que muchos caminaban ya por Tamriel, incluso su hermano y aunque él no compartía esas costumbres, sentía una curiosidad malsana. Quería ver por sí mismo en qué se había convertido el mundo que una vez reinició. Quería presenciar cómo los mortales se aferraban a una esperanza que él sabía destinada a morir.

Descendió hacia la aldea, nada en ella le resultaba especial, porque nada lo era para él y sin embargo, algo lo mantenía allí.

Escuchó cantos. Historias. Voces ebrias relatando en verso antiguas gestas y guerras, nombrando dioses, daedras… y a él.

Avanzó, cada paso impregnado de un peso que hacía temblar la tierra misma. Entró en la taberna, y el silencio lo recibió como un manto. Todas las miradas se clavaron en su figura, nadie lo conocía, pero todos lo temían.

Sin decir palabra, se sentó en el rincón más oscuro del lugar, las camareras se miraban entre sí, sin atreverse a moverse. Nadie quería acercarse al huésped sin nombre, su sola presencia era como una sentencia.

Fue entonces que la voz de Thorstein, el tabernero, rompió el mutismo:

—Kari, ve tú. Tienes paciencia para los tipos difíciles.

Ella lo miró, algo contrariada, pero cuando sus ojos se posaron en aquel hombre, algo dentro de ella se estremeció, no era miedo, no del todo, era algo más… algo que no sabía cómo nombrar. Aun así, asintió en silencio, tomó una bandeja y se acercó.

Alduin observaba en silencio, juzgaba, Calculaba, hasta que la voz de la joven lo sacó de su introspección, le ofrecía bebidas con una sonrisa, extraño gesto, pensó él, pues nadie más en ese lugar se atrevía siquiera a respirar cerca de él.

—¿Algo de beber, señor?

Su voz le molestaba, era el lenguaje de los hombres, rústico, vulgar, pero respondió:

—Hidromiel…

Ella asintió, y con una ligera reverencia, se retiró. Fue entonces cuando el temblor la alcanzó, lo había mirado a los ojos, y sintió que el alma se le desprendía del cuerpo.

Alduin no dijo más. Solo la observaba en silencio… como quien contempla una antorcha que se niega a apagarse ante la tormenta. La noche había tomado cuerpo dentro de la taberna, los cantos habían resurgido a medias, pero el ambiente se mantenía cauteloso. Nadie quería admitir que el aire aún pesaba, que había una presencia sentada en la esquina más oscura que robaba la valentía a cucharadas.

Alduin observaba, cada mirada, cada carcajada mal disimulada, cada temblor en las manos de los camareros no escapaban a sus sentidos. Era tan ridículamente frágil todo lo que los humanos llamaban “vida”. Y sin embargo, seguían existiendo, como brasas que se niegan a apagarse.

Kari lo sabía, lo sentía en los huesos, aunque no tuviera palabras para nombrarlo, estaba recogiendo jarras vacías cuando un grito interrumpió la frágil armonía.

—¡Y les digo que yo vi a ese dragón con mis propios ojos! —vociferó un cliente tan borracho que apenas podía sostenerse—. En lo alto del Throat of the World. Enorme, negro como la noche, con los ojos del infierno. ¡Me miró y huyó! ¡Sí, huyó! ¡Porque sabe que a mí no me gana nadie!

Las risas retumbaron, el hombre, rechoncho y con aliento a cien tragos de aguamiel, dio un traspié y apuntó directamente hacia la esquina oscura.

—¡Tú! —dijo, tambaleándose hacia Alduin—. ¿Qué haces ahí tan callado, eh? ¿No te da miedo el viejo Alduin? ¡Ese bastardo tiene los días contados! ¡Ja!

Alduin no se movió, pero algo en la taberna se rompió, no un objeto, algo más profundo, el borracho, ignorante del abismo frente a él, se acercó aún más, invadiendo su espacio, alzando el brazo como si fuese a palmearle el hombro, entonces, Alduin levantó la mirada, sus ojos brillaron como carbones encendidos. No dijo nada. No gruñó. No levantó la mano. Solo esa mirada fue suficiente para que el mundo contuviera la respiración. El aire crepitó. La madera bajo sus pies comenzó a astillarse.

Iba a desatar el infierno.

Pero una mano suave se interpuso entre la furia y la carne.

—Ya, ya, ya… —susurró Kari, tomando al hombre por el brazo—. Es hora de que vayas a casa, viejo loco. Si no, tu mujer hará un escándalo, y me niego a lidiar con ambos esta noche.

El hombre protestó con un murmullo torpe, pero ella ya lo estaba guiando hacia la puerta. Algunos clientes se ofrecieron a ayudar, salieron entre risas nerviosas y voces bajas, la amenaza se desvaneció… por ahora.

Alduin la siguió con la mirada, no con rabia, no con desprecio, solo con… curiosidad.  

Había tocado a quien no debía tocar, y vivía.

Kari regresó minutos después, con el cabello algo revuelto por la brisa nocturna. Resopló como quien ha sobrevivido a una batalla absurda y dijo, sin mirar directamente al extraño:

—No me pagan lo suficiente para esto...

El humo del lugar bailaba en torno a ella. Su aroma se mezclaba con el de especias, leña e hidromiel, no era desagradable, pero para su gusto, demasiado denso.

Se acercó de nuevo a él con una jarra limpia. La llenó con destreza y la dejó frente al hombre del rincón sin que él tuviera que pedirla.

—La casa invita —dijo—. Ya sabes, por las molestias.

Él no respondió, solo la observó.

Ella no esperaba agradecimiento. Tampoco lo buscaba. Era su forma de equilibrar el peso invisible de ese momento. Desde la barra, Thorstein rugió su nombre como un trueno:

 

—¡Kari! ¡Maldita sea, los del fondo quieren más pan!

Ella suspiró y sonrió de lado. Una sonrisa cansada, casi cómplice. Se giró por última vez hacia aquel extraño:

—Voy.

Y se perdió entre las mesas.

Alduin no bebió, no aún, solo observó la jarra. Luego a ella.  

La humana que detuvo la ira del fin del mundo con una frase doméstica y una sonrisa rota.

Qué mundo tan absurdo. Y, por primera vez en milenios, Alduin no sintió desprecio…  

Sino una punzada de interés.