Galatea, princesa del Reino de Thalassia, nunca imaginó que su vida daría un giro tan sombrío. Desde pequeña, había vivido rodeada de belleza y tranquilidad, nadando entre los corales y aprendiendo de los antiguos secretos del océano. Su voz, cargada de melodía, era su orgullo, y las olas respondían a su canto con suavidad. Pero todo cambió una tarde gris, cuando la calma del mar fue interrumpida por el rugido de un barco pirata que apareció en la costa, como una sombra oscura sobre las aguas.

 

En un abrir y cerrar de ojos, los piratas la habían capturado. Galatea, atrapada en sus redes y cadenas, no pudo hacer nada para evitar que la arrancaran del mar. Los ojos de los piratas brillaban con avaricia cuando la vieron por primera vez. La belleza de la sirena era legendaria, pero más que su apariencia, los piratas sabían que su poder era más peligroso que cualquier tesoro. Y así, la llevaron lejos del océano, en un barco que crujía bajo las olas y donde su canto ya no era bienvenido.

El capitán, Blackhart, era un hombre despiadado que había escuchado rumores sobre el poder de las sirenas y sus secretos ocultos en las profundidades del mar. Desde el primer día, Galatea sintió su odio y su furia. No había lugar para la dulzura en aquel barco. Cada mirada que le dirigía Blackhart estaba llena de desprecio y amenaza. No le importaba su realeza ni su belleza; lo único que quería era someterla, obtener lo que quería a toda costa, y no importaba el precio.

 

Galatea temía profundamente. En el mar, ella era fuerte, libre. Pero aquí, en la tierra, su poder parecía una debilidad, y su alma se desmoronaba bajo el peso de la jaula en la que la mantenían. Los piratas la trataban como una criatura inferior, un trofeo de guerra, y Blackhart era el más cruel de todos. Le ordenaba que cantara, y cada vez que lo hacía, su voz no tenía la dulzura de antaño, sino que sonaba quebrada, casi suplicante, como si su alma se desangrara con cada nota. Pero ellos no comprendían, no la escuchaban; solo querían que cantara para conocer los secretos del mar, para encontrar riquezas más allá de la imaginación.

 

Cuando Galatea no respondía como esperaban, la sometían a castigos. La mantenían encadenada, su cola cubierta por una tela gruesa que le impedía moverse con libertad. Su piel, que antes brillaba con el reflejo del sol, se veía opaca, marcada por los días sin descanso, las noches sin sueño, y la constante humillación de verse obligada a servir como una herramienta para los deseos de Blackhart.

 

A menudo, el capitán la miraba con una sonrisa cruel, sabiendo que ella temía la oscuridad y la soledad de los cuartos cerrados del barco. Galatea no podía escapar. El aire de las cubiertas era denso, el sol inclemente, y el mar, a lo lejos, parecía burlarse de ella. Cada vez que levantaba la cabeza, veía el océano con nostalgia, pero la promesa de libertad parecía más lejana que nunca.

 

Con el tiempo, la sirena comenzó a comprender que no solo su cuerpo estaba atrapado en el barco, sino su mente. Ya no cantaba con la esperanza de calmarse ni de llamar al mar. Cada nota que salía de su garganta era una advertencia a sí misma: el océano no la oiría, ni siquiera los vientos la traerían de vuelta.

 

Blackhart, mientras tanto, había empezado a entender que no podía obligar a Galatea a revelar lo que quería saber. Los torturadores del mar no podían forzarla a cantar con el mismo poder que tenía cuando estaba libre. Sin embargo, la miraba con desdén, despojándola lentamente de su dignidad, sabiendo que al final, ella cedería, ya fuera por la desesperación o por el dolor.

 

Los días pasaban, y Galatea solo encontraba consuelo en la oscuridad de la noche, cuando la luz de la luna tocaba tímidamente las aguas que rodeaban el barco. Ahí, sola en su celda, sentía el peso del miedo. La princesa sirena ya no era una princesa; solo era una prisionera, una pieza más en el juego cruel de Blackhart, y su único deseo era desaparecer, volver al lugar del que había sido arrancada, pero sabía que eso era imposible.

 

La historia de Galatea no era la de una heroína que luchó contra su destino, ni la de una sirena que escapó para reclamar su libertad. Era la historia de una joven que, atrapada entre el odio de un capitán despiadado y su propia desesperación, se sumía en el abismo de un océano que ya no era el suyo. Y, mientras el barco seguía surcando las olas, Galatea, la princesa del mar, se convertía en una sombra de sí misma, esperando el momento en que su dolor la borrara del mundo.

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