No tienen que decir nada para que lo sepa. No tienen que gritar, empujarme o reclamarme. Son sus ojos fríos cuando estoy en problemas, son sus risas ocultas cuando algo no me sale. Son esas pistas de que me aborrecen y lo "ocultan". De que saben que lo noto, que noto cada detalle.
Los mayores no han visto nada, porque lo saben ocultar; porque me ofrecen la mano para ayudarme a superar los mismos trozos de basura que han acordado en colocar solo para mí.
Entonces, los demás les creen; los demás no me oyen.
He tratado de hablar y han hablado más alto. Los odio, y aún así, soy incapaz de lastimarlos, aún con tanto.
Y les persigo y los llamo y les suplico y les exijo y les lloro: Porque quiero ser. Quiero recibir esa galleta especial que quedó en la lonchera - no de la tienda, no de la cafetería - la quiero de ahí: De ese fruto de confidencialidad, de ese gesto ameno que no puedo saborear.
Y allí estoy entonces como tonto de una y de otra, y de revés, buscando que sea diferente. De que si la sonrisa es más amplia, "tal vez..."; que si el saludo no fue cortés.
Uf...El apartado. ¿Será culpa mía?