La sala estaba envuelta en penumbra, solo iluminada por los haces de luz que se filtraban entre las grietas del techo. El aire olía a hierro y silencio. En el centro, sobre un trono de piedra tallada, Katarina reposaba como una reina sin corona, pero con más poder que cualquier monarca.
Sus dagas descansaban en sus manos, girando lentamente entre sus dedos como si fueran una extensión de su pensamiento. Una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en sus labios, esa que anuncia peligro antes de que la sangre toque el suelo.
Había vuelto de otra misión, una más que terminaba con precisión quirúrgica. Y, aunque su cuerpo pedía descanso, su mente seguía despierta, analizando, recordando, esperando. Los enemigos podían esconderse, pero nunca escapar del filo que ella servía con devoción.
La mirada de Katarina, fría y calculada, se perdió por un instante en el vacío de la habitación. No había gloria en la muerte, ni redención en la sangre. Solo la certeza de que, mientras ella respirara, el nombre Du Couteau seguiría siendo temido.
Con un leve movimiento, se incorporó, dejando que la luz acariciara su cabello carmesí. Las dagas brillaron, reflejando su resolución.
—Aún quedan nombres en la lista —susurró.
Sus dagas descansaban en sus manos, girando lentamente entre sus dedos como si fueran una extensión de su pensamiento. Una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en sus labios, esa que anuncia peligro antes de que la sangre toque el suelo.
Había vuelto de otra misión, una más que terminaba con precisión quirúrgica. Y, aunque su cuerpo pedía descanso, su mente seguía despierta, analizando, recordando, esperando. Los enemigos podían esconderse, pero nunca escapar del filo que ella servía con devoción.
La mirada de Katarina, fría y calculada, se perdió por un instante en el vacío de la habitación. No había gloria en la muerte, ni redención en la sangre. Solo la certeza de que, mientras ella respirara, el nombre Du Couteau seguiría siendo temido.
Con un leve movimiento, se incorporó, dejando que la luz acariciara su cabello carmesí. Las dagas brillaron, reflejando su resolución.
—Aún quedan nombres en la lista —susurró.
La sala estaba envuelta en penumbra, solo iluminada por los haces de luz que se filtraban entre las grietas del techo. El aire olía a hierro y silencio. En el centro, sobre un trono de piedra tallada, Katarina reposaba como una reina sin corona, pero con más poder que cualquier monarca.
Sus dagas descansaban en sus manos, girando lentamente entre sus dedos como si fueran una extensión de su pensamiento. Una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en sus labios, esa que anuncia peligro antes de que la sangre toque el suelo.
Había vuelto de otra misión, una más que terminaba con precisión quirúrgica. Y, aunque su cuerpo pedía descanso, su mente seguía despierta, analizando, recordando, esperando. Los enemigos podían esconderse, pero nunca escapar del filo que ella servía con devoción.
La mirada de Katarina, fría y calculada, se perdió por un instante en el vacío de la habitación. No había gloria en la muerte, ni redención en la sangre. Solo la certeza de que, mientras ella respirara, el nombre Du Couteau seguiría siendo temido.
Con un leve movimiento, se incorporó, dejando que la luz acariciara su cabello carmesí. Las dagas brillaron, reflejando su resolución.
—Aún quedan nombres en la lista —susurró.