La maldicion de una familia
Hace 700 años, cuando los cimientos de su linaje eran hambre y polvo, una pareja de mendigos soñó con palacios. Sus huesos vacíos clamaban por oro, sus harapos anhelaban púrpura real. Tras años de arrastrarse por grimorios prohibidos y criptas olvidadas, invocaron al que habita entre sombras. El demonio emergió como un suspiro venenoso, sonriendo ante su desesperación.
"Daré riquezas que harán llorar a los reyes”, susurró con voz de miel podrida,
"a cambio de lo que guardas aquí" —y su garra helada tocó el vientre de la mujer—. La maldición cayó como un hacha:
"Por cada hija que sangre vuestra sangre, la belleza se tornará cicatriz al cruzar el umbral de los quince soles. Serán monstruos en espejos vacíos, rechazadas hasta por la tierra que pisan. Y si alguno osa nombrar mi pacto..."
La marca llameó en sus lenguas, sellando el juramento con fuego negro. Aquella noche nacieron condes; aquella noche murieron almas.
Generaciones de mujeres vieron cómo, en su noche de quince primaveras, sus rostros se quebraban como porcelana maldita: bocas torcidas por gritos silenciosos, pieles marchitas como pergaminos viejos, huesos que recordaban raíces de árboles muertos. Cinder Hayami creció ajena al secreto que latía en su sangre. Su padre, último guardián de la verdad, la miraba dormir con un puñal bajo la almohada. La víspera de su destino, llamas azules devoraron su alcoba. Entre las cenizas danzantes, el demonio desplegó sus alas de pesadilla:
"Tú romperás la cadena, pequeña escoria de ambición... Trae el corazón del traidor que robó mi nombre. Arranca su vida, y tu rostro florecerá".
Cuando las llamas se apagaron, su brazo izquierdo era un tizón retorcido y su ojo izquierdo un abismo sin fondo. Sintió el acero frío de su padre buscando su garganta en la oscuridad. Hoy vaga entre reinos, con el peso de siete siglos en su espalda y el eco del demonio susurrándole al oído:
"¿Matarías por la belleza, hija de mendigos?".
"Daré riquezas que harán llorar a los reyes”, susurró con voz de miel podrida,
"a cambio de lo que guardas aquí" —y su garra helada tocó el vientre de la mujer—. La maldición cayó como un hacha:
"Por cada hija que sangre vuestra sangre, la belleza se tornará cicatriz al cruzar el umbral de los quince soles. Serán monstruos en espejos vacíos, rechazadas hasta por la tierra que pisan. Y si alguno osa nombrar mi pacto..."
La marca llameó en sus lenguas, sellando el juramento con fuego negro. Aquella noche nacieron condes; aquella noche murieron almas.
Generaciones de mujeres vieron cómo, en su noche de quince primaveras, sus rostros se quebraban como porcelana maldita: bocas torcidas por gritos silenciosos, pieles marchitas como pergaminos viejos, huesos que recordaban raíces de árboles muertos. Cinder Hayami creció ajena al secreto que latía en su sangre. Su padre, último guardián de la verdad, la miraba dormir con un puñal bajo la almohada. La víspera de su destino, llamas azules devoraron su alcoba. Entre las cenizas danzantes, el demonio desplegó sus alas de pesadilla:
"Tú romperás la cadena, pequeña escoria de ambición... Trae el corazón del traidor que robó mi nombre. Arranca su vida, y tu rostro florecerá".
Cuando las llamas se apagaron, su brazo izquierdo era un tizón retorcido y su ojo izquierdo un abismo sin fondo. Sintió el acero frío de su padre buscando su garganta en la oscuridad. Hoy vaga entre reinos, con el peso de siete siglos en su espalda y el eco del demonio susurrándole al oído:
"¿Matarías por la belleza, hija de mendigos?".
Hace 700 años, cuando los cimientos de su linaje eran hambre y polvo, una pareja de mendigos soñó con palacios. Sus huesos vacíos clamaban por oro, sus harapos anhelaban púrpura real. Tras años de arrastrarse por grimorios prohibidos y criptas olvidadas, invocaron al que habita entre sombras. El demonio emergió como un suspiro venenoso, sonriendo ante su desesperación.
"Daré riquezas que harán llorar a los reyes”, susurró con voz de miel podrida,
"a cambio de lo que guardas aquí" —y su garra helada tocó el vientre de la mujer—. La maldición cayó como un hacha:
"Por cada hija que sangre vuestra sangre, la belleza se tornará cicatriz al cruzar el umbral de los quince soles. Serán monstruos en espejos vacíos, rechazadas hasta por la tierra que pisan. Y si alguno osa nombrar mi pacto..."
La marca llameó en sus lenguas, sellando el juramento con fuego negro. Aquella noche nacieron condes; aquella noche murieron almas.
Generaciones de mujeres vieron cómo, en su noche de quince primaveras, sus rostros se quebraban como porcelana maldita: bocas torcidas por gritos silenciosos, pieles marchitas como pergaminos viejos, huesos que recordaban raíces de árboles muertos. Cinder Hayami creció ajena al secreto que latía en su sangre. Su padre, último guardián de la verdad, la miraba dormir con un puñal bajo la almohada. La víspera de su destino, llamas azules devoraron su alcoba. Entre las cenizas danzantes, el demonio desplegó sus alas de pesadilla:
"Tú romperás la cadena, pequeña escoria de ambición... Trae el corazón del traidor que robó mi nombre. Arranca su vida, y tu rostro florecerá".
Cuando las llamas se apagaron, su brazo izquierdo era un tizón retorcido y su ojo izquierdo un abismo sin fondo. Sintió el acero frío de su padre buscando su garganta en la oscuridad. Hoy vaga entre reinos, con el peso de siete siglos en su espalda y el eco del demonio susurrándole al oído:
"¿Matarías por la belleza, hija de mendigos?".
Tipo
Grupal
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible
